Confiesa, por ejemplo, que para ella ha supuesto una lección de humildad. A las madres les gusta presumir muchísimo de hijos muy listos y muy guapos, y éste no es el caso de Jaime; pero le quiere como querría a la más guapa y a la mas inteligente de las criaturas. También le ha enseñado a valorar las cosas pequeñas, "aquellas que por ser cotidianas y corrientes -señala- van perdiendo su valor. Todo el mundo busca en las personas grandes gestos, grandes acciones... él no las tiene ni nunca las tendrá. Ni siquiera habla, pero he aprendido a disfrutar y a descifrar con él diminutos, gestos que nos han unido y nos han permitido comunicarnos". Ocurre que menudencias -una simple tos- llega a significar una petición de afecto, porque ha experimentado que cuando tose siempre tiene a su madre al lado para investigar qué le pasa, y, así, cosas insignificantes acaban por alcanzar un valor muy especial para los que aman al chico, un niño al que se le quiere por ser quien es y tal como es.
Relata una madre madrileña el nacimiento de su hijo Jaime, afectado por el síndrome de Down, y más disminuido todavía a causa de una severa epilepsia, un síndrome de West, que le deteriora el cerebro y le convierte en un deficiente profundo. El paso de los años le ha demostrado que Jaime no es una "tragedia" para la familia; más aún: le deben muchas cosas.
Confiesa, por ejemplo, que para ella ha supuesto una lección de humildad. A las madres les gusta presumir muchísimo de hijos muy listos y muy guapos, y éste no es el caso de Jaime; pero le quiere como querría a la más guapa y a la mas inteligente de las criaturas. También le ha enseñado a valorar las cosas pequeñas, "aquellas que por ser cotidianas y corrientes -señala- van perdiendo su valor. Todo el mundo busca en las personas grandes gestos, grandes acciones... él no las tiene ni nunca las tendrá. Ni siquiera habla, pero he aprendido a disfrutar y a descifrar con él diminutos, gestos que nos han unido y nos han permitido comunicarnos". Ocurre que menudencias -una simple tos- llega a significar una petición de afecto, porque ha experimentado que cuando tose siempre tiene a su madre al lado para investigar qué le pasa, y, así, cosas insignificantes acaban por alcanzar un valor muy especial para los que aman al chico, un niño al que se le quiere por ser quien es y tal como es.
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Narciso Yepes, según cuenta él mismo, fue bautizado y nada más. No había recibido ni la más mínima instrucción religiosa, ni había hecho la primera comunión, ni practicaba, ni creía en nada; carecía de cualquier inquietud de orden religioso. A la edad de veinticinco años, cuando todavía no era el músico de fama mundial que llegaría a ser con el tiempo, encontrándose en París, acodado en puente del Sena, miraba fluir el agua... Era por la mañana, exactamente el día 18 de mayo de 1951. Y narra:
-De pronto, le escuché dentro de mí... Quizás me había llamado ya en otras ocasiones, pero yo no le había oído. Aquel día yo tenía "la puerta abierta"... Y Dios pudo entrar. No sólo se hizo oír, sino que entró de lleno y para siempre en mi vida. Algunos dijeron con ironía: "Después de engañar a todo el mundo, ha querido terminar engañando a Dios". Hablaban de Talleyrand y su muerte.
Charles Maurice Talleyrand Périgord, más conocido por Talleyrand a secas, fue hombre de ambición insaciable. Amigo del placer de vivir, del dinero, de la buena mesa, del juego, del amor, diplomático y político incombustible... Perteneciente a una familia noble, es destinado por sus progenitores a la carrera eclesiástica sin que él sienta ninguna inclinación por ella. Pero acepta el sacerdocio y alcanza el episcopado. Luego acaba por apostatar y por abandonar la práctica religiosa. Pío VI lo excomulga en marzo de 1791. Escribe Tatiana Goritchéva en Nosotros, soviéticos conversos, -capítulo "Carta a una amiga en Occidente. Conversión"-, los pasos de su vida hasta llegar al cristianismo. Su formación marxista y atea, normal en la Unión Soviética, y el nihilismo en el que se encontraba, al mismo tiempo que una aguda insatisfacción, la iban trabajando cada vez más por dentro; también la influían sus lecturas de los filósofos occidentales: Nietzsche, Sartre, Camus y Heidegger, que, al menos, suponían un contacto con un pensamiento de libertad; después estaba su interés por el yoga, en época de miedos, torturas interiores y desesperanzas...
La pista de Edith Stein se pierde en el momento en que se la llevan al campo de exterminio de Auschwitz, del que nunca saldrá. Es de suponer que murió en alguna cámara de gas en el año 1942. Esta mujer excepcional, beatificada por Juan Pablo II, había nacido en Breslau, en el 1891, de familia judía. En su juventud no había practicado religión alguna. Adscrita a la escuela fenomenológica, llegó a ser profesora auxiliar de Husserl y discípula predilecta de este maestro.
No es fácil describir el itinerario que lleva a una persona a la fe. La gracia se sirve de circunstancias y sucesos, a veces aparentemente insignificantes, para conducir suavemente hacia la verdad y la entrega a un determinado ser humano. Pero es seguro que un hecho fue decisivo en la conversión de Edith. Corría el año 1921 y fue a pasar unos días de vacaciones de verano a casa de una familia amiga -los Martius, protestantes-, en Bergzabern. Allí, en un momento de aburrimiento, husmeando en la biblioteca, encontró el libro de la Vida de Santa Teresa (la autobiografía de la Santa, que no estaba allá por casualidad, sino que se trataba de un regalo que a Edith habían hecho tiempo antes unas amigas católicas: Pauline y Ana Reinach; ella había dejado el libro en aquella casa sin prestarle atención). Comenzó a leerlo y ya no pudo parar hasta el final. Cuando lo hubo cerrado, exclamó: "¡esta es la verdad!" El 1 de octubre de 1957, a las cinco de la madrugada, un preso moría guillotinado en la prisión parisina de la Santé. Este hombre -Jacques Fesch- había terminado su diario, dedicado a su hija, con estas palabras: "Dentro de cinco horas vería a Jesús. Ojalá que aguante el golpe. ¡Ayúdame, Virgen Santa! Adiós a todos y que el Señor os bendiga!" Se había despedido del preso que vivía en el piso de arriba, diciéndole:
-Estoy persuadido de que nos volveremos a ver. ¿Sabes?, cuando nos encontremos allá arriba, creo que te reconocerá por tu voz. Así que te digo simplemente: hasta la vista. Y, mientras tanto, si te encuentras algún día con mi hija, dile cuánto me arrepiento, cuánto la quiero... Años 1993, febrero. Juan Pablo II llega a Uganda, un país terriblemente flagelado por la enfermedad del sida. Alguien dice que en Uganda la industria más floreciente es la fabricación de ataúdes. Basta señalar que el 20 por ciento de la población es sieropositiva.
En el encuentro con los jóvenes, una chiquilla de unos catorce años, Verónica Chansa, en estado terminal, delgada, cuenta al Papa con un hilo de voz su propia historia: fue violada por unos hombres al bajar del autobús que la llevaba al colegio y contrajo el sida. Los que la oyeron se quedaron con el corazón en un puño, porque dijo como en un susurro: En la ciudad de Wurzburgo, en la Baviera alemana, hay en la cripta de un templo una Cruz muy famosa, de gran valor artístico, con su correspondiente Crucificado. Y hay en ella algo muy curioso: tiene sus manos libres de los clavos y las ha cruzado sobre el pecho. El Crucifijo es objeto de una piadosa y vieja leyenda.
Resulta que una noche entró a robar en el templo un ladrón. Se acercó al gran Crucifijo y vio que sobre la cabeza del Señor había una valiosa corona cuajada de piedras preciosas. No dudó ni un instante en hacerse con ella para venderla y obtener dinero contante y sonante. Subió a la Cruz. Trató de coger la corona, pero, ante su gran estupor, las manos de Cristo se ciñeron en torno a su cuerpo. Sintió escalofríos de terror. Sus ojos, casi fuera de las órbitas, contemplaban los ojos de Jesús a escasos centímetros de distancia. No podía soltarse del abrazo. Y así estuvieron largo tiempo mirándose los dos cara a cara. Las lágrimas comenzaron a correr a raudales por las mejillas del malhechor, que no cesaba de pedir perdón a Dios por sus múltiples pecados, hasta que al final fue el mismo ladrón quien se abrazó fuerte al cuerpo herido del Crucificado. Cuando amaneció seguían unidos en estrecho abrazo. Es una piadosa tradición y, posiblemente, una simple leyenda, pero es interesante. Cuentan que San Pedro, todos los días, al oír cantar a un gallo, se echaba a llorar porque se acordaba de la triple traición a Cristo, y que las lágrimas habían grabado surcos en sus mejillas. Por cada negación le salía del alma exclamar: "Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo" (Jn 21,17).
Es imposible que las lágrimas abran hendiduras en un rostro: hasta aquí la leyenda. Pero es bien verosímil que para San Pedro el canto del gallo tuviera una resonancia muy especial. Y en aquellos tiempos debía ser muy difícil no tener cerca del propio domicilio, incluso en una urbe como Roma, un corralito con algún gallo dispuesto a avisar a los vecinos de la llegada del nuevo día. Cuántos actos de contrición debió hacer aquel gran hombre. Bernadette Soubirous, la vidente de Lourdes, se consume lentamente durante una larga y penosa enfermedad en el convento de Nevers donde ha profesado como religiosa. Cuando ya le queda poca vida, un profundo dolor le asalta a esta criatura sencilla y pura: siente que en su vida pasada se ha portado infamemente. La religiosa que la acompaña no da crédito a la confidencia de Bernadette; le parece imposible que un ser tan angelical como el que ella conoce, y muy bien que lo conoce, pueda pronunciar las palabras duras que acaba de escuchar. Bernadette piensa en su madre.
-¡Ya hace más de diez años que tu madre ha muerto! |
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