Un día Catalina de Siena se siente morir, agoniza. Yace sobre una tarima y la rodean varias compañeras suyas Hermanas de la Penitencia (la orden tercera a la que pertenece). El biógrafo Papásogli dice muy bellamente que "la escena está armonizada como en una pintura de Giotto, por las líneas onduladas y amplias de los grandes hábitos blancos y negros, huecos y solemnes, reclinados en torno a la Santa". El semblante está sereno, radiante; los ojos cerrados, casi sin respiración. Las mujeres lloran, y acaba por llorar el confesor y alguno más que anda por allí.
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Le preguntaban a un conocido catedrático de Política Económica sobre el más allá. Con buen humor respondió que, si tenía la suerte de llegar al Cielo, lo primero que diría sería:
-Que me traigan a Shakespeare, que quiero hablar con él. Luego pasó a explicar que llevaba bastantes años dedicándose al idioma inglés, y todavía sólo había logrado medio hablarlo; así que en el Cielo quería tener el disfrute de conversar fluidamente en ese idioma y nada menos que con el señor Shakespeare; ¡ahí es nada.! Llegaban de toda Europa, tras soportar no pocos sacrificios y penalidades, con la mirada puesta en la tumba del Apóstol y una fe que no admitía límites: tan grande como las catedrales que edificaban por aquellos siglos. Tras haber lavado sus cuerpos en el río, dejando en las agua el polvo de muchos caminos, el último esfuerzo consistía en superar el Monte del Gozo, y ya avistaban las torres y el caserío de Santiago. Entonces entonaban el universal "¡aleluya!" y cantaban y gritaban en las más diversas lenguas. Lo anterior ya estaba olvidado ante la vista de la ansiada meta.
Algo parecido y no de menor emoción debió sentir el israelita que, viniendo de lejos, veía por fin la ciudad de Jerusalén y el Templo: ¡la casa del Señor! El peregrino se emocionaba y cantaba: "¡qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor...!" (salmo 121). Un sacerdote chileno, con sus buenos ochenta años ya a cuestas -aunque no los representa- y en activo, y muy activo, refiere a un escritor español detalles de su vida de servicio a Dios. Don Sergio, entre otras cosas, ha creado una fundación que lleva diecinueve hogares en los que se atiende a dos mil ancianos abandonados, más un comedor que da de comer a unos trescientos pobres cada día. ¿Que por qué es tan feliz? Motivos tiene diversos para estar contento, comenzando por su misma vida sacerdotal. Pero sobre todo:
Ya sabía el doctor Ortiz de Landázuri que le quedaba poco tiempo de vida cuando una periodista del Diario de Navarra, Isabel Artajo, le solicitó una entrevista. A Don Eduardo le interesaba que su familia quedara a cubierto de necesidades en el momento en que él les faltara. Lo que menos le importaba era el modo en que le enterrarían:
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