Pero el "medio fraile", como le llamaba cariñosamente la Santa por su pequeña estatura, escribió durante tan tremenda situación escritos tan maravillosos como su Cántico espiritual y las canciones de su Noche oscura; obras señeras, entre otros méritos, de la lírica universal. Y perdonó a los que le maltrataban.
La persecución a la que sometieron los carmelitas calzados a San Juan de la Cruz -hecho más que conocido por cualquiera- fue muy dura. En Toledo, allá por el mes de diciembre de 1576, lo declararon rebelde y contumaz por defender la reforma carmelitana y acabó encerrado en una cárcel pequeña y extremadamente húmeda y fría. Santa Teresa, en carta al P. Gracián, describe así la situación del pobre perseguido (21 de agosto de 1578): "Todos nueve meses estuvo en una carcelilla que no cabía bien, cuan chico es, y en todos ellos no se mudó la túnica, con haber estado a la muerte".
Pero el "medio fraile", como le llamaba cariñosamente la Santa por su pequeña estatura, escribió durante tan tremenda situación escritos tan maravillosos como su Cántico espiritual y las canciones de su Noche oscura; obras señeras, entre otros méritos, de la lírica universal. Y perdonó a los que le maltrataban.
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Maximiliano Kolbe, el mártir de la caridad (cfr. anécdota n. 27), en su época de misionero en Japón se encontraba gravemente enfermo del pulmón; sufría accesos de fiebre y terribles jaquecas, pero aguantaba a pie firme y proseguía su trabajo. Le habían aconsejado ingresar en un sanatorio, sin embargo él pensaba que, puesto que no tenía cura, lo mejor era emplear el tiempo que le quedaba en trabajar; de ésta madera sólida estaba hecho Kolbe. Con todo, escribe un día a sus compañeros de Polonia y confiesa: "Me asusta el sufrimiento (...). Pero también Jesús tuvo miedo en Getsemaní: este pensamiento me consuela".
La Virgen María había hablado en Lourdes, como años después lo haría en Fátima, de penitencia. Para la pequeña Bernadette ahí estaba el núcleo del mensaje. Y oración por la conversión de los pecadores. El mundo está realmente enfermo y hay que rezar por la salud de este mundo. La Señora ha dejado, como huella maternal de su paso por la gruta de Massabielle, un manantial de agua que curará a infinidad de enfermos del cuerpo, y, más todavía, un manantial de dones que sanarán a lo largo de los años a muchas almas alejadas de Dios.
Visitaba Juan Pablo II una leprosería por tierras brasileñas. Procuró dar ánimos a aquellos enfermos y moverlos a la esperanza: "Vuestra enfermedad es una cruz, pero no una ciega fatalidad. El sufrimiento puede convertirse en un principio de gracia y salvación".
En la capilla del hospital había una rosa pintada llena de espinas que representaba el sufrimiento que crece en el amor y una imagen de Cristo mutilado de brazos y de piernas, ante el que los leprosos rezan una bella oración que data del siglo XIV: "Cristo no tiene manos porque tiene las nuestras, no tiene pies, porque tiene los nuestros, para guiar y conducir a los hombres a su camino". De la conversión del gran guitarrista Narciso Yepes. También algo de su visión sobrenatural a partir de ese momento.
Una noche la Guardia Civil le comunica un tremenda noticia: su hijo, Juan de la Cruz, ha fallecido en accidente, destrozado por una máquina quitanieves. Y cuando la periodista le pregunta si llegó a encararse con Dios y a pedirle explicaciones, si aguantó a pie firme, contesta: Falleció precisamente cuando llevaba sobre sus espaldas, como cada año por Semana Santa, al Santo Cristo de su devoción. Murió fulminado por un infarto en pleno esfuerzo. Casi diríamos que fue una muerte "en acto de servicio". Y en el lugar donde cayó el costalero -en la sevillana plaza de La Alfalfa- dejaron sus conciudadanos unos versos en cerámica:
Tú fuiste, Señor mi Redentor, yo fui tu costalero. Tú, arriba, en el madero, yo, abajo, por amor. Nos los cuenta un hermano sacerdote de la Orden Hospitalaria, Braulio Novella, hombre bien avezado en todo los que se refiere a contacto con el sufrimiento. Se trata de una mujer a la que los médicos dieron un par de meses de vida cuando era joven, y ahora acaba de cumplir los cuarenta de estancia ininterrumpida en la cama; está enormemente contenta.
Manuel, un enfermo de un hospital psiquiátrico, llama la atención porque nunca se queja de nada. Su cabeza no está enferma, sino su cuerpo, que sufre parálisis total desde hace muchos años. En buena lógica no debería estar en ese centro hospitalario, pero -cosas de la vida- allí ha quedado abandonado a su suerte después de haber rodado por otros establecimientos del mismo género. Él está siempre contento, y siempre elude la compasión.
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