-¡Démonos prisa todo lo posible, porque en el reloj ya van dando las veintitrés!
Mala costumbre la del nepotismo. Bien poco ejemplar fue en este terreno el Papa Alejandro VIII, aparte del mal ejemplo que dio por sus muchos gastos en banquetes y espectáculos teatrales, al favorecer descaradamente a sus familiares. Llegó a nombrar a uno de sus sobrinos jefe de las galeras pontificias, a pesar de ser cojo y giboso, ¡que ya son ganas! Decía a sus familiares, en alusión a su avanzada edad:
-¡Démonos prisa todo lo posible, porque en el reloj ya van dando las veintitrés!
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El 12 de marzo de 1545 llegaban a Montilla, procedentes de Osuna, los jóvenes condes de Feria, Don Pedro Fernández de Córdoba y Doña Ana Ponce de León. Pocas personas podían presumir de tanta alcurnia como estos dos personajes. Se hicieron grandes fiestas en honor de los nuevos esposos y también grandes gastos. Según nos relata M. De Roa, en su Vida de Doña Ana Ponce de León, iban en una carroza tan llena de plata, que no parecía de madera. Algunos se escandalizaron del derroche.
Esta historia se cuenta de uno de los grandes sabios de la antigüedad, Bías. Trataba de asediar su ciudad natal el rey de los persas, Ciro, y cada ciudadano salía a escape con lo que podía de sus pertenencias, procurando salvarse antes de que el cerco se cerrase definitivamente. Bías, en cambio, marchaba tan tranquilo sin nada en las manos. Los fugitivos le preguntaban con asombro:
Dicen que había obreros trabajando en la misma habitación del Papa Juan XXIII. Al llegar el Pontífice y encontrarse con ese panorama, tranquilizó a los operarios y les pidió que continuaran con sus tareas como si tal cosa, mientras él se disponía a sentarse en una silla y rezar su breviario. Al ver que la tal silla estaba llena de polvo, el Pontífice tomó un trapo y se puso diligentemente a limpiarla, sin dar tiempo a los obreros a echarle una mano. Y comentó con su habitual simpatía y llaneza:
Oscar Wilde pasó épocas de gran penuria económica, sin más dinero que el que lograba obtener de sus más fieles amigos. Le habría bastado con escribir cualquier cosa, pero la pereza le podía. Murió en París a los cuarenta y seis años, el 30 de noviembre de 1900. Posiblemente se trate de una leyenda, como tantas otras que se ha creado en torno a su figura, pero cuentan que poco antes de morir pidió champagne y cuando le fue traído declaró con humor:
Podría contar unas cuantas cosas de un conocido que era de lo más avaro que se ha visto por estos mundos de Dios. Los bienes terrenos se le pegaban como lapas, o, más bien, era él quien se adhería a ellos con una argamasa que, al raguar, hacía imposible el despegue. Por ejemplo, le pedía un hijo unas pesetillas para poder ir a ver un ofidiario, o sea, un zoo donde se exhibían preciosos reptiles de las más variadas procedencias del planeta; ejemplares únicos, bellísimos algunos, otros muy raros... Pero este caballero no soltaba moneda:
No hace falta decir que la virtud cristiana de la pobreza tiene más que ver con el desprendimiento de los bienes de este mundo que con el hecho, mondo y lirondo, de tener o no tener. Pues a propósito de desprendidos, se cuenta que una vez uno envió a su criado a casa de un amigo para ver si le podía prestar cierto libro por el que estaba muy interesado. El propietario contestó que no acostumbraba a prestar nada de su biblioteca y que, por lo tanto, prefería que se diera una vuelta por su casa y consultara in situ el deseado volumen. Mira por dónde que, pasado el tiempo, este último necesitaba una regadera para echar agua a las macetas de su jardín, y se pasó por casa del primero.
En cierta ocasión, Luis XI de Francia (1423-1483) entró en la cocina y observó a uno de los pinches que se afanaba en su trabajo. Se interesó por él:
-Oye, ¿cómo te llamas? |
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