-Estas son las orejas de aquellos que en la tierra oyeron la palabra de Dios pero no purificaron su corazón; y allí están las lenguas de aquellos que hablaron llenos de piedad y de fe, pero no vivieron de acuerdo con lo que decían. Las orejas y las lenguas de estos hombres están en el Cielo, pero ellos han ido a parar al Infierno.
Resulta que hay una curiosa leyenda japonesa que cuenta lo siguiente: había un piadoso budista que había muerto y fue llevado al Cielo por una diosa (la diosa de la misericordia). Allí vio muchas cosas magníficas. Y también algo incomprensible: sobre una larga mesa había muchas lenguas y muchas orejas humanas. Al estilo de la Divina Comedia de Dante, o de los Sueños de Quevedo, interrogó a la diosa sobre el particular, y ella le dijo:
-Estas son las orejas de aquellos que en la tierra oyeron la palabra de Dios pero no purificaron su corazón; y allí están las lenguas de aquellos que hablaron llenos de piedad y de fe, pero no vivieron de acuerdo con lo que decían. Las orejas y las lenguas de estos hombres están en el Cielo, pero ellos han ido a parar al Infierno.
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Hubo un santo obispo allá por el siglo XIX, Mons. Mermillod, suizo, que convirtió a no pocos a la fe católica con su predicación sobre la Eucaristía. Contagiaba amor por este Sacramento adorable. Una noche, a las tantas de la madrugada, estaba rezando en su iglesia ante el Santísimo, con la frente pegada al pavimento, cuando notó una sombra cerca de él. Era la de una mujer.
-¿Quién es usted y qué hace aquí? -Monseñor, no se maraville. Soy una mujer protestante que ha seguido sus conferencias sobre la Eucaristía. Sus argumentos sobre la presencia real me han convencido. Pero me quedaba un residuo de duda y temor, y era, sin rebozo lo declaro, el temor de que usted no estuviera convencido de sus propias enseñanzas. El mariscal Potain, artífice de la victoria francesa en Verdún, durante la Primera Guerra Mundial, admirado siempre por su heroísmo, tuvo que sufrir, por la opción que asumió de colaborar con el ejército alemán invasor de Francia en la Segunda Guerra Mundial, un penoso proceso que le acarreó, tras la conmutación de la pena de muerte, el vivir desterrado hasta el final de sus días en la isla de Yeu.
Cuando era coronel, en coincidencia con una época de política antirreligiosa en el país galo, recibió una comunicación de la superioridad en la que se le instaba a facilitar los nombres de los oficiales que, contraviniendo las disposiciones reglamentarias, asistían a Misa de uniforme. La respuesta del coronel Potain fue la siguiente: Una mujer de la campiña francesa tenía escondido durante la Segunda Guerra Mundial a un comunista chino que trataba de hacerla perder la fe. Ella se limitaba a contestar a los ataques contra sus creencias: -Usted es un hombre sabio, usted ha estudiado. Yo no sé otra cosa sino que Jesús nos ha dicho que amemos a los demás como Él nos amó. |
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