Se emocionó al visitar la iglesia donde confesó tanto el Santo Cura, Juan María Vianney. Ya le había impresionado su figura en la época de seminarista, sobre todo con la lectura de la biografía de Trochu. Escribe el Papa: "San Juan María Vianney sorprende en especial porque en él se manifiesta el poder de la gracia que actúa en la pobreza de medios humanos. Me impresionaba profundamente, en particular, su heroico servicio de confesonario. Este humilde sacerdote que confesaba más de diez horas al día comiendo poco y dedicando al descanso apenas unas horas, había logrado, en un difícil periodo histórico, provocar una especie de revolución espiritual en Francia y fuera de ella. Millares de personas pasaban por Ars y se arrodillaban en su confesonario".
El Papa Juan Pablo II recuerda en su libro Don y Misterio, aparecido con ocasión del quincuagésimo aniversario de su sacerdocio, muchos momentos de su dilatada vida. Cuando era joven sacerdote e iba haciendo estudios en Roma, pasó en un viaje por la aldea de Ars; era a finales de octubre de 1947.
Se emocionó al visitar la iglesia donde confesó tanto el Santo Cura, Juan María Vianney. Ya le había impresionado su figura en la época de seminarista, sobre todo con la lectura de la biografía de Trochu. Escribe el Papa: "San Juan María Vianney sorprende en especial porque en él se manifiesta el poder de la gracia que actúa en la pobreza de medios humanos. Me impresionaba profundamente, en particular, su heroico servicio de confesonario. Este humilde sacerdote que confesaba más de diez horas al día comiendo poco y dedicando al descanso apenas unas horas, había logrado, en un difícil periodo histórico, provocar una especie de revolución espiritual en Francia y fuera de ella. Millares de personas pasaban por Ars y se arrodillaban en su confesonario".
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En el mes de octubre de 1995 se abría en Madrid el Proceso de Beatificación y Canonización de Mons. José María García Lahiguera, que fue Obispo Auxiliar de Madrid desde 1950, luego Obispo de Huelva (1964) y finalmente Arzobispo de Valencia (1969). Falleció santamente en 1989. Un sacerdote de la diócesis de Madrid -D. Victoriano Rubio, párroco de Ntra. Sra. de la Concepción de Ciudad Lineal- ha escrito un testimonio bien interesante del valor que D. José María daba a la Confesión.
Tiene Santa Catalina de Siena una cuñada llamada Lisa, casada con su hermano Bartolomé. Una mañana Lisa sin decir nada a nadie va a un templo apartado y hace confesión general. Cuando regresa a casa Catalina le dice:
-Lisa, eres una buena hija. La cuñada se muestra sorprendida, pero Catalina le hace ver que no se le ha escapado el detalle -¿cómo podía saberlo?- y que está al tanto de lo que acaba de hacer. Y añade: Una de la mejores películas del año 1995, dirigida por Robert de Niro -su primera aventura como director cinematográfico- fue "Una historia del Bronx". De Niro, que se conoce bien el ambiente de ese barrio neoyorkino, porque él mismo se crió en los escenarios del film, presenta los recuerdos de un chico en la infancia y en la primera juventud. A la edad de nueve años, el pequeño Calogero -excelentemente interpretado por el niño Francis Capra- es testigo presencial de un asesinato cometido por un gángster de origen italiano, Sonny, amo y señor del barrio, pero no le delatará a la policía, cuando le piden que lo identifique, porque piensa que no debe convertirse en un soplón. Sin embargo le remuerde la conciencia, porque, miradas las cosas desde otro punto de vista, le resulta claro que no ha obrado bien.
Debía de tener sólo seis años y fue a hacer su primera Confesión. Se llamaba Teresa Martin; con el tiempo la conoceremos como Santa Teresa del Niño Jesús. En la catedral de Lisieux, ciudad a donde ya había ido a vivir la familia Martin, estaba sentado en un confesionario el sacerdote apellidado Ducellier, el cual abrió la ventanilla al notar que alguien se había acercado a recibir el sacramento, pero no vio a nadie. No vio a nadie, porque la niña era tan pequeña que no llegaba a esa altura. Tuvo que confesarse de pie.
Me lo cuenta un amigo y tomo nota enseguida. Sorpresa al llegar a casa y encontrar un aviso telefónico de un sobrino de siete años, Juan, que es la primera vez en su vida que le llama. Marca el número de la casa y descuelga su padre:
-Sí, ahora te lo paso. -Tío, hoy me he confesado. -Muy bien, y ¿qué tal? Sitio este hecho de la vida misma -según el relato oral que ha llegado hasta mí- en la población castellana de Venta de Baños, donde se celebraba un cross de cierto renombre; tanto es así que habían venido a competir atletas extranjeros de buen nivel.
A poca distancia de la meta cayó al suelo el muchacho que ya se perfilaba como vencedor, accidente que permitió que varios lo rebasaran. El chico ni se levantó del suelo, por la desolación de ver cómo se le esfumaba un sueño maravilloso que ya estaba a punto de hacerse realidad. Acudieron varios compañeros a consolarlo, pero el entrenador fue muy duro, y sin paños calientes le recriminó por su conducta: Un día Catalina de Siena se siente morir, agoniza. Yace sobre una tarima y la rodean varias compañeras suyas Hermanas de la Penitencia (la orden tercera a la que pertenece). El biógrafo Papásogli dice muy bellamente que "la escena está armonizada como en una pintura de Giotto, por las líneas onduladas y amplias de los grandes hábitos blancos y negros, huecos y solemnes, reclinados en torno a la Santa". El semblante está sereno, radiante; los ojos cerrados, casi sin respiración. Las mujeres lloran, y acaba por llorar el confesor y alguno más que anda por allí.
Le preguntaban a un conocido catedrático de Política Económica sobre el más allá. Con buen humor respondió que, si tenía la suerte de llegar al Cielo, lo primero que diría sería:
-Que me traigan a Shakespeare, que quiero hablar con él. Luego pasó a explicar que llevaba bastantes años dedicándose al idioma inglés, y todavía sólo había logrado medio hablarlo; así que en el Cielo quería tener el disfrute de conversar fluidamente en ese idioma y nada menos que con el señor Shakespeare; ¡ahí es nada.! Llegaban de toda Europa, tras soportar no pocos sacrificios y penalidades, con la mirada puesta en la tumba del Apóstol y una fe que no admitía límites: tan grande como las catedrales que edificaban por aquellos siglos. Tras haber lavado sus cuerpos en el río, dejando en las agua el polvo de muchos caminos, el último esfuerzo consistía en superar el Monte del Gozo, y ya avistaban las torres y el caserío de Santiago. Entonces entonaban el universal "¡aleluya!" y cantaban y gritaban en las más diversas lenguas. Lo anterior ya estaba olvidado ante la vista de la ansiada meta.
Algo parecido y no de menor emoción debió sentir el israelita que, viniendo de lejos, veía por fin la ciudad de Jerusalén y el Templo: ¡la casa del Señor! El peregrino se emocionaba y cantaba: "¡qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor...!" (salmo 121). |
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April 2014
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