Resulta que una noche entró a robar en el templo un ladrón. Se acercó al gran Crucifijo y vio que sobre la cabeza del Señor había una valiosa corona cuajada de piedras preciosas. No dudó ni un instante en hacerse con ella para venderla y obtener dinero contante y sonante. Subió a la Cruz. Trató de coger la corona, pero, ante su gran estupor, las manos de Cristo se ciñeron en torno a su cuerpo. Sintió escalofríos de terror. Sus ojos, casi fuera de las órbitas, contemplaban los ojos de Jesús a escasos centímetros de distancia. No podía soltarse del abrazo. Y así estuvieron largo tiempo mirándose los dos cara a cara. Las lágrimas comenzaron a correr a raudales por las mejillas del malhechor, que no cesaba de pedir perdón a Dios por sus múltiples pecados, hasta que al final fue el mismo ladrón quien se abrazó fuerte al cuerpo herido del Crucificado. Cuando amaneció seguían unidos en estrecho abrazo.
Cfr. A. Filchner, Venid niños y escuchad