-¡Ah! ¿Sí? ¿Qué nombre le vas a poner?
La niña no tenía la menor duda:
-Hugo.
La anterior anécdota se continúa con otra. Alexia había quedado bastante satisfecha de la respuesta del sacerdote con quien se confesaba. Al salir de la iglesia, anunció a su madre que pensaba poner nombre a su Custodio.
-¡Ah! ¿Sí? ¿Qué nombre le vas a poner? La niña no tenía la menor duda: -Hugo.
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Le leían a Alexia (v. Anécdotas nn. 16, 322), cuando era muy pequeña, un libro sobre las obras de misericordia, y cada una de ellas estaba relatada a modo de cuento. A propósito de una, el libro contaba cómo un ángel Custodio hablaba con otro diciendo:
-¡Estoy agotado! La niña que cuidaba antes era muy buena, pero la que tengo ahora es tan inquieta que me tiene todo el día en vilo. Al llegar a este punto, Alexia interrumpió a su madre: En 1984 unos malhechores raptaron al hijo de corta edad de un obrero de Fains (Francia). Al pobre crío lo maltrataron y lo utilizaron como reclamo para la mendicidad. Al cabo de cuatro años el pequeño logró fugarse de sus secuestradores. El problema que se presentó a la policía era que el niño apenas sabía dar razón de quiénes eran sus padres; no lograba aportar unos datos que ayudaran a la identificación; en cambio, recordaba muy bien una plegaria al ángel Custodio que le había enseñado su madre y que repetía a diario durante su cautiverio.
A veces, cuánto aprendemos de la sencillez y espontaneidad de los pequeños. Se hablaba en el seno de una familia sudamericana sobre los ángeles Custodios y uno de los niños contó sin el menor reparo que él dejaba al suyo un espacio en la cama, para que pudiera dormir, pues al terminar el día estaría muy cansado. Intervino entonces otro de los varones:
-¿Sólo cansado? De cuidarte a vos quedará muerto. Estaban a la puerta de un templo parroquial. El primer cartel mostraba a un niño gordito, de esos que anuncian alimentos para bebés, y debajo habían escrito: "Demasiado joven para amar a Dios". El segundo presentaba a una pareja de "palomos" recién casados dándose un besito; el correspondiente letrero avisaba: "Demasiado felices para amar a Dios". Le seguía un ejecutivo rodeado de teléfonos y con cara de desarrollar una tarea febril: "Demasiado ocupado para amar a Dios". A continuación, un ricachón gordo, con los dedos de las manos llenos de relucientes anillos de oro y pedrería, un habano en la boca, en el momento de descender de un cochazo de lujo: "Demasiado seguro de sí mismo para amar a Dios". Y finalizaba la serie con una sepultura: "Demasiado tarde para amar a Dios".
Cuando Albino Luciani era Patriarca de Venecia, antes de llegar a ser el Papa Juan Pablo I, algunos sacerdotes ancianos, acostumbrados a predicadores notables como sus predecesores en el cargo patriarcal, le criticaban un poco por la sencillez e ingenuidad de los ejemplos que espolvoreaba en su predicación. Pero él contestaba a esto diciendo: "La palabra de Dios no es más que una carta. Mi madre, cuando el cartero le traía una carta de mi padre, que trabajaba en Alemania, la abría con ansia, la leía y releía; luego, corría a contestarla y enseguida la echaba al buzón. Esto es la palabra de Dios, la carta de una persona que se ama, que se espera; la leemos para hacerla nuestra y contestamos enseguida".
Como en el caso recién reseñado, otro notable escritor, el popular Julio Verne, trabajador hasta el final de su vida, siente que su fin está cerca. Advierte algo muy importante a su esposa:
-Antes de llamar al médico, tráeme al sacerdote. El ilustre historiador del arte, Juan Contreras, Marqués de Lozoya, hablaba con el no menos ilustre médico y amigo, Eduardo Ortiz de Landázuri, y le confiaba por qué principios trataba de regir toda su actividad, ya octogenario:
-Mira, Eduardo, yo procuro en mi vida atenerme a unos pocos principios: primero vivir como si me fuera a morir hoy; segundo, trabajar como si fuera eterno; y tercero, tratar de hacer hoy por lo menos lo que hice ayer. Está Bernadette Soubirous, la que había visto años antes a la Señora en la gruta de Massabielle, a las puertas de la muerte. Es el Miércoles Santo, la víspera del fallecimiento. La Virgen se la llevará al Cielo en día tan señalado como es el de la Eucaristía y el del mandamiento del amor. Respirando con extrema dificultad, exclama:
-J'ai peur... j'ai peur... ma soeur... Procede del relato de un sacerdote capellán castrense. Asegura este hombre que en diversas ocasiones se vio en la circunstancia de atender a soldados moribundos en pleno frente durante la guerra, y que, además de dar los últimos sacramentos a los que lo deseaban, no pocas veces tuvo sus cuerpos heridos entre sus brazos mientras les decía palabras de consuelo para animarles en ese trance duro. Y las palabras que con más frecuencia escuchó de los labios de los heridos, en medio muchas veces del delirio de la fiebre, en la oscuridad de la noche, eran: "Madre, madre mía". A la hora de la muerte pensaban en el ser más querido y lo echaban de menos.
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