Con buen humor y no menos sentido sobrenatural, solía repetir Santa Teresa: "Teresa sola no puede nada; Teresa y un maravedí, menos que nada; Teresa, un maravedí y Dios, lo puede todo" (cfr. A. Ruiz, Anécdotas teresianas). Algo parecido viene a leerse en Camino: "En las empresas de apostolado está bien -es un deber- que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2..."
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Fueron los místicos los que llevaron al ilustre filósofo judío Henri Bergson (1859-1941) a una activa preocupación religiosa, como él mismo reconoció, llegando incluso a una virtual aceptación del cristianismo. Dirá en una ocasión: "No es profundizando las pruebas clásicas de la existencia de Dios como he llegado a Dios. Comprendo ahora que esas pruebas pueden confirmar, precisar, una convicción una vez obtenida. Pero la convicción no se obtiene así. Santa Teresa, San Juan de la Cruz me hicieron comprender ese estado indefinible, estado de alegría: el sentimiento, que no puede ser ilusorio, de una comunión o contacto con la divinidad..."
Hay quienes explican cualquier fenómeno de la realidad -incluida, por ejemplo, la inteligencia humana- a base de evolución (cuando es la misma evolución la que pide una explicación) y a base de casualidades.
J. A. Sayás (Razones para creer) expone una anécdota imaginaria bastante ilustrativa. Habla de unos amigos que han escalado un montaña que hasta entonces se creía inexpugnable, aunque la verdad es que los deportistas hallaron en la cumbre un buzón, el nombre del club que lo colocó allí e, incluso, la fecha de su establecimiento, y dentro una tarjeta. Una vez sufrido el chasco de no ser los primeros, deciden ocultar la verdad y regresan para dar la noticia de la nueva conquista. Son entrevistados por la televisión, tras un recibimiento triunfal, y dan todo tipo de detalles sobre las dificultades de la escalada, la clase de alimentación que han empleado, medios técnicos, etc., hasta que un entrevistador, con un poquito de ironía en la voz, pregunta: Gran novedad. El día 4 de mayo de 1997 es beatificado en Roma el primer caló de la historia que sube a los altares: Ceferino Giménez, apodado "el Pelé", asesinado en Barbastro en agosto de 1936.
El hombre no sabía leer ni escribir. Pero era honrado como nadie y buen cristiano. Asistía a Misa a diario. En su hogar se rezaba todos los días el rosario. La periodista norteamericana Dorota Thomson, una persona poco comprometida políticamente y que no pertenece a una confesión religiosa concreta, ha escrito que de los resultados de entrevistas hechas a numerosos prisioneros que salvaron la vida en el horroroso campo de concentración de Dachau se desprende algo muy significativo. Ella hacía a todos la misma pregunta: "En medio de aquel infierno que era la vida en Dachau, tan privada de humanidad, tan brutal y envilecedora ¿quién conservó más largamente la propia humanidad y salud mental? ¿Quiénes, olvidándose de la propia miseria y humillación, sirvieron a los demás hombres que sufrían aquel sistema diabólico? ¿Quiénes mantuvieron la propia identidad, la propia dignidad y esperanza... cuando los demás desaparecían de este mundo perdiendo la confianza y la vida?" La respuesta fue siempre la misma: "Los sacerdotes católicos". El Cardenal americano Wright escribía al Primado de Polonia, el heroico Wyszynski: "Ellos conocían la razón por la que se encontraban allí. Sabían que quedaría sólo su testimonio, su dedicación, su vocación. Sabían que todos esperaban ese testimonio".
El que fuera presidente de los Estados Unidos, el republicano George Bush, sucesor de Ronald Reagan, refirió en cierta ocasión un viejo recuerdo de sus viajes a Moscú. "Quiero contarles una anécdota de la que fui testigo hace muchos años, cuando asistía a los funerales por el líder soviético Breznev. La ceremonia se estaba desarrollando con tal precisión militar que se tenía una sensación de vacío y de frialdad. Soldados marchando, cascos metálicos y la habitual retórica marxista; ninguna oración o himno de consuelo, ninguna referencia al nombre de Dios.
Seguimos con el asunto anterior: la actitud antirreligiosa propia de la Revolución Francesa, que llega hasta extremos ridículos.
Suprimen el domingo, por ser día de contenido cristiano, y quieren acabar con todas las festividades religiosas que han marcado la vida del país hasta entonces durante siglos. El día de Todos los Santos se convierte en el día de la escorzonera (un tipo de hierba); Navidad, el día del perro; Epifanía, el del bacalao; la Candelaria, el del nogal; y para qué seguir... Si el lector tiene la suerte de poder darse un buen paseo por la Ciudad Eterna, ahí tiene para recorrerla el viale della Regina Margherita, amplísima avenida que, arrancando de piazza Buenos Aires, le acercaré al Campo de Verano, a la basílica de San Lorenzo, etc. La cruzan vías tan importantes e históricas como la Salaria y la Nomentana. Pues allí, en una villa, te asomas un poco a la reja de la entrada y observas la fachada; ves un reloj de sol y una inscripción: "Tú sin fe eres como yo sin sol". O sea, una inutilidad de persona.
Muy emocionado estuvo Claudio Sánchez Albornoz en su última visita a Covadonga, ya anciano y cercano a la muerte, tras tantos años de no haber pisado aquellos parajes que le devolvían a sus primeras investigaciones sobre el origen de la monarquía asturiana. No tuvo inconveniente en poner de manifiesto su acendrada fe religiosa ante la "Santina" y en hacer saber a cualquiera -vino en los periódicos- que pensaba aprovechar para confesarse con el abad del santuario.
Por aquel entonces declaraba al periodista Miguel Álvarez, para la revista "Telva", año 1983, respondiendo a la pregunta "¿a qué es fiel, don Claudio, a estas alturas de la vida?" (y quede claro que esas "alturas" eran nada menos que noventa años): -¡Había que relevarlos cada diez minutos!
Escuchaba yo con interés el relato del oficial que había participado en misiones de control de una zona del mar durante la llamada Guerra del Golfo. Contaba que el mayor peligro para su fragata no estaba en un posible encuentro con buques enemigos, sino en las pequeñas minas que andaban a la deriva por aquella zona; eran tan pequeñas que los aparatos normales para detectarlas no eran del todo seguros; así que no había más remedio que situar a un marinero en la proa, provisto de prismáticos, para que barriera con su vista el agua. El marinero, por la cuenta que le traía -sería el primero en saltar por los aires si chocaban con una mina-, se esforzaba por escrutar cada metro cuadrado de agua... |
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