Si el lector tiene la suerte de poder darse un buen paseo por la Ciudad Eterna, ahí tiene para recorrerla el viale della Regina Margherita, amplísima avenida que, arrancando de piazza Buenos Aires, le acercaré al Campo de Verano, a la basílica de San Lorenzo, etc. La cruzan vías tan importantes e históricas como la Salaria y la Nomentana. Pues allí, en una villa, te asomas un poco a la reja de la entrada y observas la fachada; ves un reloj de sol y una inscripción: "Tú sin fe eres como yo sin sol". O sea, una inutilidad de persona.
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Muy emocionado estuvo Claudio Sánchez Albornoz en su última visita a Covadonga, ya anciano y cercano a la muerte, tras tantos años de no haber pisado aquellos parajes que le devolvían a sus primeras investigaciones sobre el origen de la monarquía asturiana. No tuvo inconveniente en poner de manifiesto su acendrada fe religiosa ante la "Santina" y en hacer saber a cualquiera -vino en los periódicos- que pensaba aprovechar para confesarse con el abad del santuario.
Por aquel entonces declaraba al periodista Miguel Álvarez, para la revista "Telva", año 1983, respondiendo a la pregunta "¿a qué es fiel, don Claudio, a estas alturas de la vida?" (y quede claro que esas "alturas" eran nada menos que noventa años): -¡Había que relevarlos cada diez minutos!
Escuchaba yo con interés el relato del oficial que había participado en misiones de control de una zona del mar durante la llamada Guerra del Golfo. Contaba que el mayor peligro para su fragata no estaba en un posible encuentro con buques enemigos, sino en las pequeñas minas que andaban a la deriva por aquella zona; eran tan pequeñas que los aparatos normales para detectarlas no eran del todo seguros; así que no había más remedio que situar a un marinero en la proa, provisto de prismáticos, para que barriera con su vista el agua. El marinero, por la cuenta que le traía -sería el primero en saltar por los aires si chocaban con una mina-, se esforzaba por escrutar cada metro cuadrado de agua... En otoño de 1951, cuando contaba con trece años de edad, Sofía, la futura Reina de España, es enviada por sus padres a un colegio de Salem, junto al lago de Costanza, en el estado alemán de Baden-Wurtenberg. El colegio -recuerda Doña Sofía a la periodista Pilar Urbano- era exigente en lo que a disciplina se refiere.
En Salem educaban en el sentido del honor, del deber y de la responsabilidad personal. Allí enseñaban -según narra la Reina- a ir anotando en una libreta lo positivo y lo negativo. Esto se hacía al llegar la noche: Así me lo contaron y trataré de reproducirlo con la mayor fidelidad posible. Enviudó cierto caballero y se quedó el pobre -como suele decirse- "más solo que la una". Hubo consejo de familia y todos estaban de acuerdo -quizá escurriendo un poco el bulto, pues ya se imaginaban lo que se les venía encima- en que la persona más adecuada para hacerse cargo de aquel hombre en su casa y cuidarlo era una hermana concreta. Y ella aceptó con espíritu abnegado.
El conocido escritor francés André Frossard se convirtió un día 8 de julio, en el que entró en un templo de París sólo porque dentro se encontraba un amigo suyo. Al salir ya era católico. No estaba bautizado ni había recibido jamás instrucción religiosa. Comenzó a recibir enseñanza cristiana de manos de un buen sacerdote y todo cuanto le enseñaba le llenaba de gozo. Sólo una cosa le sorprendió: la Eucaristía. Escribe: "No es que me pareciese increíble; pero me maravillaba que la caridad divina hubiese encontrado ese medio inaudito de comunicarse y, sobre todo, que hubiese escogido para hacerlo el pan que es alimento del pobre y alimento preferido de los niños. De todos los dones esparcidos ante mí por el cristianismo, ése era el más hermoso".
Al triunfar en China la revolución comunista, allá por el año 1949, fueron no pocos los cristianos que conocieron la persecución e, incluso, el martirio por la fe que se les quería arrebatar brutalmente. En una escuela parroquial regentada por el P. Fransín, los soldados mandaron a los niños que tirasen al suelo cualquier estampa religiosa que poseyeran.
Una niña de 13 años se negó. La abofetearon, pero no quiso obedecer. Llamaron al padre de la pequeña, los llevaron al templo y ante todo el pueblo rompieron el Sagrario y esparcieron las Sagradas Formas por el suelo. El padre de la pequeña ingresó en prisión. Desde la habitación en que le habían encerrado, el misionero pudo contemplar el sacrilegio. Santa Micaela del Santísimo Sacramento (1809-1865) ha hecho honor al nombre que adoptó para su vida de mujer consagrada Dios. La fundadora de las Adoratrices yace enterrada entre dos sagrarios: el de la iglesia de sus monjas en Valencia y del camarín de la Santa, que está detrás. Falleció en la ciudad del Turia asistiendo a los apestados.
Escribe en su Autobiografía: "El día de Pentecostés (23 de mayo de 1847) sentí una luz interior y comprendí que era Dios tan grande, tan poderoso, tan bueno, tan amante, tan misericordioso, que resolví no servir más que a un Señor que todo lo reúne para llenar mi corazón... |
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