2 de junio de 2013
1 Re 8, 41-43 / Sal 116 / Gal 1, 1-2. 6-10 / Lc 7, 1-10
Hace unos años, hermanos, llegó a la oficina de un Párroco aquí mismo en la ciudad, un hombre que le dijo al Sacerdote sin más: -“Padre, quiero confesarme”. Le respondió que si quería confesarse ahí mismo o se iban al confesionario. El hombre respondió que ahí mismo. Hizo la confesión más extensa, sentida y humilde que se puede imaginar. Durante ella, además de manifestar sus debilidades y pecados lo hizo con verdadero dolor, e incluso con lágrimas. Como si hubiera sido la confesión después de un minucioso examen de conciencia. Fue absuelto por el padre, lo bendijo y al despedirse le dijo el recién perdonado por el mismo Jesucristo, que es quien en realidad absuelve cuando el Sacerdote desempeña ese ministerio: -“Padre, yo no soy católico; pertenezco a otra denominación cristiana; y allá no tenemos la confesión; yo la necesitaba, gracias y Dios lo bendiga”; y se fue como había llegado, casi de incógnito.