14 de abril de 2013
Hch 5,27b-32.40b-41 / Sal 29 / Ap 5, 11-14 / Jn 21, 1-19.
Cuando Dios con su gracia, hermanos, inunda el corazón, las realidades temporales se viven de otro modo. Lo común es que todos nosotros, por ser humanos, e incluso bautizados y conscientes de nuestra fe; seguros de la gracia de Dios que nunca falla, buscamos ordinariamente lo agradable y placentero, y también rehuimos el esfuerzo al sufrimiento y a la renuncia a nuestros gustos y apetitos. Los Apóstoles, con Pedro a la cabeza, predicaban sin complejos a Jesucristo resucitado y aquel hecho -reconocido por toda Jerusalén- fué reprobado por los mismos que habían pedido la condena y muerte del Redentor. La respuesta de quienes habían evangelizado en unos días la ciudad entera fué: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres”.
San Juan Evangelista, que fue uno de los azotados por evangelizar, y uno de los llamados desde el principio por Jesucristo; el único que permaneció al pié de la cruz en su agonía, el que descubrió las señales de la Resurrección del Señor, aún sin verlo todavía, es quien escribe en Patmos, la isla de su destierro, el Apocalipsis del que escuchamos la segunda lectura, y dice que en VISION escuchó millones y millones de ángeles que cantaban al Cordero que había sido inmolado… Reconocen los ángeles la investidura de Cristo y lo acatan como Redentor y amo absoluto de los acontecimientos y de la historia, y como a Dios. Se señalan siete dones: poder y riqueza, sabiduría y fuerza, honor, gloria y alabanza, es decir para EL LA PLENITUD. Esos dones reflejan la divinidad de Cristo.
Habemos muchos, hermanos, que cuando nos falta fe, creemos que Dios no escucha nuestra oración, o se olvidara de lo que le dijimos; retardara su respuesta como si no le importara el hombre, pero Él nunca deja nada pendiente. Había prometido, hacía más de un año, que sobre Pedro edificaría su Iglesia, pero ya había concluido la vida del Señor a quien vieron morir y resucitar pero no sucedía nada de lo prometido. La vida seguía su curso con sus pequeñeces y sus heroísmos; el sol seguía iluminando la tierra de la aurora al ocaso en la sucesión de los días; cada hombre se afanaba por conseguir su pan diario; la historia seguiría con sus grandezas y sus miserias. Las estrellas continuaban brillando igual en la bóveda del cielo y los demás astros como antes en sus puestos sin nada relevante en torno suyo; pero Jesús actúa incesantemente, en cada hombre, en cada estrella y en cada brizna de yerba o grano de polvo: es Él que tiene en su mano todo porque su Padre se lo entregó.
Como si fuera una distracción deja que Pedro y sus compañeros vuelvan a su oficio anterior; continúen su trabajo para el diario sustento y los deja esforzarse toda la noche y aparentemente sin resultado porque los peces huyeron ante los repetidos intentos de los pescadores; ya al amanecer, después de una noche de cansancio y sudores se les presenta El Señor sin que lo llamen. Se adelanta e inicia el diálogo con una palabra que nunca había usado antes; fué como una invitación a la confianza: “Muchachos”, ¿han pescado algo? La respuesta con un monosílabo denota cierta desesperación y hasta mal humor. Pero Él, que nunca se olvida del esfuerzo del hombre viene con una palabra de ánimo porque confía en los que ha llamado.
La obediencia a su voluntad siempre nos hace sentir una mayor confianza. En sus palabras hay seguridad. Pedro y sus amigos creían que sabían pescar, Jesús los prepara para más grandes obras en otros mares que aquel grupito de amigos jamás imaginó. Las redes se rompían. Él les preparó el almuerzo, Él los convidó a comer, Él les devolvió el ánimo. Después de aquel alimento en un ámbito de gozo, amistad y paz, empieza un examen de amor a Simón Pedro. Jesucristo pregunta sobre un amor del que no duda pero quiere que Pedro lo exprese públicamente. “Apacienta” equivale a desgastarse por ovejas y corderos, aunque tengamos la convicción que ni Pedro es pastor ni nosotros los bautizados somos ovejas o corderos; pero es un cuidado de todos a los que debe dar la sana doctrina, las aguas cristalinas de la gracia, lo mismo que la defensa y custodia de cada uno como un buen pastor debe defender a su rebaño.
Constituir a Pedro su Vicario era evidentemente un puesto que en la tierra no tiene igual por la enorme responsabilidad que encierra; más que un privilegio es una carga, un presagio de sufrimientos y una invitación al martirio por lo que después le aseguró El Señor.
¡Cuánto bien hacemos al orar por el Sucesor de Pedro porque su trabajo es por nosotros y es un hombre tan débil como nosotros, pero apoyado en la solidez de la Roca inconmovible de la gracia y la presencia continua de quién lo llamo asegurándole su incondicional asistencia!
Alabado sea Jesucristo
Mons. Juan José Hinojosa Vela