7 de abril de 2013
Hch 5, 12-16 / Sal 117 / Ap 1,9-13.17-19 / Jn 20, 19-31.
De las manifestaciones de la piedad popular, hermanos, algunas sobresalen: el recibir la ceniza al inicio de la cuaresma; el ser bendecidos con agua bendita, comer un pan bendito, portar una palma, llevar una medalla o un escapulario, etc. y es porque el hombre necesita sentir, ver, gustar, simplemente porque somos humanos y, por eso, sensibles. Nuestro Señor, tocó al ciego, tomó de la mano a la suegra de Pedro, impuso las manos a los niños bendiciéndolos y, en la última cena, tomó el pan y el vino y pronunció las palabras consacratorias sobre ellos.
Desde el día de la resurrección, el domingo quedó como prototipo de día santo, día del triunfo, día del encuentro con Cristo resucitado. Eso sucedió después, como lo dice el Ev. de hoy, y más tarde en Pentecostés; pero la lectura del Apoc. habla su mismo autor, de que en un día domingo, tuvo un arrobamiento del alma; como trasportado fuera de sí; y al experimentar aquel éxtasis, oyó una voz que le hablaba invitándolo a escribir. Escribir, pero además enviar a las comunidades lo escrito. Cuenta que cayó al suelo quedando como muerto, pero Aquel con quien se encontró le dijo poniendo su mano derecha en el discípulo: “no temas”, Soy el primero y el último; Soy el que vive. Estuve muerto y ahora, como “ves”, vivo por los siglos.
Todavía más, hermanos, hay unas palabras que suponen que Él, Cristo resucitado, tiene poder no sólo sobre el universo material del que es dueño, sino del tiempo, de la historia, y de la muerte misma. Cristo tiene como nombre propio EL QUE VIVE, y EL QUE VIVÍA, en cuanto que tiene vida independientemente de la creación, y vida humana desde la encarnación. Además es el que estuvo muerto en su humillación de muerte física espantosa.
Ahora vive por siempre en virtud de su resurrección que implica vida perpetua. Y es además Señor de la muerte. Tiene en sus manos las llaves del sitio misterioso, donde está encerrada, y cuando quiere, la deja actuar pero dónde él quiera y como quiera; y puede volverla a encerrar. Más aún, tiene Jesús resucitado las llaves del “hades”, lugar oculto donde están reunidos los muertos. Si quiere puede abrir la puerta y dejarlos que vuelvan a la vida. Este conjunto espléndido del ser y poder de Cristo justifica el mensaje que va a dar inmediatamente.
¿Quién es ese Jesús, dueño absoluto de todos, por creación, y por derecho de conquista, por el alto precio que pagó por redimirnos? Es el que hoy se nos presenta en el Ev. como el Señor que se enternece ante las miserias humanas, por eso hoy lo llamamos el Domingo de la Misericordia. Y es que no tiene otra razón -condesciende demasiado con Tomás- mostrándole una paciencia y mansedumbre extraordinarias ante las insistentes exigencias del discípulo. Sin embargo, hermanos, las dudas de Tomás nos ayudan a todos cuantos no hemos visto, ni tocado, ni escuchado al Señor, pero creemos con todo nuestro ser en su palabra.
A Tomás no lo convenció la tumba vacía; no se rinde ante el testimonio unánime de todos sus condiscípulos; él quiere ver, y aunque TODOS le dicen que han visto él quiere ir más lejos, quiere palpar, hasta comprobar que sí fue cierta la aparición tocando las llagas de manos, pies y costado. Quiere convencerse metiendo sus dedos, sus manos, en esas mismas llagas. Es Tomás el prototipo del racionalista.
Hay momentos, o períodos más o menos largos en nuestras vidas, hermanos, en que dudamos como Tomás; y como en su caso, en el nuestro, también ahí estaba Jesús; deja pasar un tiempo, siguen unos días de inquietudes, quizá de tristeza, pero luego El Señor realiza un nuevo milagro, nos quiere ver felices con la fe recuperada. Sabe Nuestro Señor que, como el Apóstol incrédulo, necesitamos como él respuestas, cariño, ternura, y Él se presta con tal de vernos contentos. Si invitó a Tomás a tocar las llagas, e incluso a meter la mano en el costado abierto; imaginemos, hermanos, la abertura que produjo la lanza del soldado romano si cabía ahí la mano de un hombre, ¿Cómo no vamos a esperar con grandísima confianza que se apiade de la humanidad herida?
Las dudas de Tomás han servido para confirmar la fe de los que habríamos de creer en Jesucristo resucitado. No es casualidad, dice un Santo Padre, que cuando el Domingo de Pascua apareció El Señor ante los discípulos, Tomás estuviera ausente; que al volver con los demás apóstoles le relataran que habían visto al Señor resucitado, y al oírlos dudase, al dudar palpase y al palpar creyese. Que al tocar el discípulo las llagas del Maestro sanara en nosotros las heridas de la incredulidad. (S. Greg. Magno).
Sea que el antes incrédulo tocara o no las llagas del Resucitado, lo cierto es que dijo una de las oraciones de adoración y alabanza más hermosas de la historia; con ella revela, esa verdad fundamental de nuestra fe: -“Señor mío y Dios mío”.
Feliz Domingo de la Misericordia
Mons. Juan José Hinojosa Vela