2 de junio de 2013
1 Re 8, 41-43 / Sal 116 / Gal 1, 1-2. 6-10 / Lc 7, 1-10
Hace unos años, hermanos, llegó a la oficina de un Párroco aquí mismo en la ciudad, un hombre que le dijo al Sacerdote sin más: -“Padre, quiero confesarme”. Le respondió que si quería confesarse ahí mismo o se iban al confesionario. El hombre respondió que ahí mismo. Hizo la confesión más extensa, sentida y humilde que se puede imaginar. Durante ella, además de manifestar sus debilidades y pecados lo hizo con verdadero dolor, e incluso con lágrimas. Como si hubiera sido la confesión después de un minucioso examen de conciencia. Fue absuelto por el padre, lo bendijo y al despedirse le dijo el recién perdonado por el mismo Jesucristo, que es quien en realidad absuelve cuando el Sacerdote desempeña ese ministerio: -“Padre, yo no soy católico; pertenezco a otra denominación cristiana; y allá no tenemos la confesión; yo la necesitaba, gracias y Dios lo bendiga”; y se fue como había llegado, casi de incógnito.
Como somos todos hijos del mismo Padre; redimidos por Jesucristo y santificados por el Espíritu Santo; podemos decir: “Venga tu Reino; hágase tu voluntad; líbranos de todo mal”. Ante ninguna necesidad humana podemos pasar indiferentes. El mismo Evangelio nos enseña que hay que ir a predicar hasta los confines de la tierra, hasta el fin de los tiempos y sin detenernos en la empresa; es la primera misión de la Iglesia. La carta a los Gálatas nos acerca al ardoroso corazón de Pablo. Parece ser, que Cristo no se apartaba de sus labios porque lo llevaba impreso en sus entrañas. Hoy responde a un ataque contra él y su Evangelio. Se presenta a sí mismo como un apóstol nombrado –no por hombres- sino directamente por Jesucristo y por El Padre que lo resucitó.
Algunos Gálatas decían que había que hacerse bautizar, pero primero pasar por la circuncisión y los demás ritos judíos de ingreso a su religión; a lo que el apóstol responde que están equivocados; que lo que nos salva es la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, no las obras de la ley Mosaica. Agrega que “su evangelio”, palabra que repite más de 70 veces en sus cartas, ha sido mostrarnos al Hijo de Dios como Redentor. El Evangelio no puede ser suavizado creyendo lo que nos guste y rechazando la aspereza de la abnegación y la cruz. Con la verdad no se puede transigir. Y decía un Santo moderno, San José María ¿aceptarías que dos y dos no fueran cuatro? ¿No cedes,… en cosa de tan poca importancia? –Es que te has convencido que tenías razón; la verdad es una o no es la verdad-.
¡Tanta gente buena que encontramos en nuestras vidas o en la historia, y de todas podemos aprender porque -aun en personas sin religión o paganas- en cada hombre existen semillas del Verbo de Dios que continúa trabajando en cada corazón! El Centurión Romano, sin ser judío tenía tan buen corazón que en su generosidad había costeado una Sinagoga, y se conmovió ante la enfermedad de su criado por lo que se movió a buscar los medios de curarlo; y seguramente ya habría llamado médicos para intentar curarlo.
El Centurión simplemente “oyó hablar de Jesús” y creyó que era cierto lo que se decía de Él. Envió a unos ancianos ante Nuestro Señor para rogarle que fuera a sanar al servidor. Al escucharlos, sin más, se fué con ellos como Alguien que está siempre dispuesto a solucionar pronto los problemas. Las palabras de aquel romano nos recuerdan que ni somos ni seremos dignos de acercarnos a la Comunión de la que siempre somos indignos. Es de admirar la fe de un pagano y la caridad que lo hace sentir la enfermedad de su criado como propia. Hermosa enseñanza para que amen los patrones a sus empleados, los que tienen algún ayudante del hogar y tengan con ellos, además de la justicia -que incluye sueldo, seguro, vacaciones, etc.- también interés en el bien integral de quienes gastan sus vidas por hacer felices a quienes los contrataron.
Ya frente al Señor que llegaba, el Centurión abrirá su corazón humilde y generoso; dirá unas palabras que, además de causar la admiración y alabanza de Jesucristo, han quedado en la liturgia Eucarística precisamente antes de acercarnos a comulgar. Los bienaventurados del cielo, que en sus vidas sirvieron; muchísimos de ellos de un modo heroico a sus hermanos, son especiales intercesores; ven en la esencia divina -como en un espejo- las súplicas que siempre, cuando son bien hechas, llegan al corazón de Dios; y ahí, donde se sigue amando, porque todo lo demás ya pasó; ya no se necesita ni fe ni esperanza; ahí sólo se ama; ahí continúan consiguiendo milagros como en la tierra los pidieron y consiguieron todos los días. (Suma Teol. 9, 72 art. 3 al 4).
Como eco de tantos pasajes, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, vemos ahora varias intercesiones; el Centurión pide a sus amigos judíos que vayan a buscar a Jesús; ellos van y ruegan al Señor, e incluso con variadas razones: -“nos ha construido la Sinagoga”; “merece que le hagas ese favor”; admiraban y agradecían en aquel hombre tan bueno su desprendimiento ante la súplica de los judíos que necesitaban su Sinagoga; algo conveniente y útil, pero material; y ahora piden para él, un favor que por delicadeza y bondad de corazón pide para un criado muy querido, y, aunque Jesucristo no necesita explicaciones, sí las escucha: -“Soy subalterno y tengo personas obedientes a mi servicio; pero no me creí digno de que Tú, que tienes autoridad sobre personas, acontecimientos, demonios y enfermedades, y sobre el presente y el futuro; me vinieras a ver, cuando se que Tú eres más que un hombre”.
Alabado sea Jesucristo.-
Mons. Juan José Hinojosa Vela