Tampoco hace falta ir tan lejos -a Nueva York, como en la anterior anécdota- para descubrir situaciones de escasa enseñanza religiosa en clases de religión. A un sacerdote de parroquia de ciudad española le llamaba la atención la ignorancia supina de los chavales; en general no habían pisado una catequesis, ni la iglesia, desde la época de la primera comunión. Intentó hacer una cierta labor formativa, pero encontró en los muchachos una actitud más bien contraria; lo curioso del caso es que argumentaban, para no acudir a la catequesis que se les ofrecía, que ya tenían clases de religión en el colegio. ¿Pero cómo eran tan ignorantes? La respuesta a este interrogante se la ofreció uno de los chicos, cuando le preguntó por qué estaba tan contento el día en que había clase de religión. No es que fuera una asignatura amena:
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Deal Hudson, profesor de filosofía en Fordham University (Nueva York), escribe un interesante artículo que publica Catholic Position Papers en febrero de 1996. El hombre está asombrado -y no es para menos- de la ignorancia religiosa de sus alumnos.
Un día está dando una clase sobre las Confesiones de San Agustín a universitarios de primer curso, y nota en ellos una cara de perplejidad cada vez que nombra la palabra "Encarnación", que le deja no menos perplejo. El supone que conocen el significado del término, porque el college es católico y la mayoría de los muchachos provienen de escuelas católicas, pero ante la duda decide pedirles que escriban en un papel qué significa "Encarnación". Resultado: de un total de 64 estudiantes, sólo hay cuatro respuestas que se acercan al significado de "el Verbo se hizo carne". De los 64, 54 provienen de escuelas católicas, y, para más asombro, 2 de los que han respondido bien vienen de la enseñanza pública. John Dawison Rockefeller (1839-1937), fundador de la célebre dinastía, comenzó a estudiar a los catorce años y se ayudaba económicamente con un trabajo que le reportaba seis dólares al mes. Ya era un millonario del petróleo cuando nació su único hijo, John Dawison Rockefeller Jr., pero quiso que éste pasara por toda clase de trabajos antes de asociarlo a la dirección de sus empresas; así que el hijo tuvo que empezar quitando el polvo de su oficina, porque ése era el modo en que conseguiría valorar el trabajo mismo. Tampoco se sintió decepcionado ni desconfió de él cuando perdió en Wall Street un millón de dólares. Para formarlo en la responsabilidad, no le daba muchos consejos, ni instrucciones muy precisas, ni le censuraba; prefería que aprendiera a llevar los negocios con independencia. Y el retoño no le decepcionó. Con el paso del tiempo pudo exclamar con satisfacción:
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