Y para Compostela salió, llevando una carta de puño y letra de su prelado donde se especificaban los muchos y tremendos pecados del penitente. Llegó bien dolido de sus fechorías y bien mortificado por las prolongadas caminatas e incomodidades del largo viaje. Nada más llegar, acongojado por los sollozos, el pecador depositó el documento bajo el mantel del altar principal del templo compostelano, y se quedó orando en silencio.
Llegó la hora en que el beato Teodomiro celebraba la Santa Misa, y su mano descubrió el pergamino oculto bajo el mantel. Lo tomó, vio los sellos y, antes de rasgarlos, preguntó a los presentes sobre la carta. Nadie contestaba, antes bien, se miraban unos a otros, sorprendidos, hasta que el italiano se adelantó con lágrimas y, arrodillado, humillado, confesó ser él quien había depositado aquella carta y que bien le concernía el asunto. Sólo pedía que el santo Obispo mirara el contenido, lo leyera públicamente para escarnio de tan gran pecador, y después le otorgara la absolución.
Los asistentes estaban conmovidos. Cuando el Obispo rompió sellos y desató lazos, vio con sorpresa que la carta no contenía absolutamente nada. Entonces comprendió que el Apóstol acababa de obrar un milagro: el penitente quedaba libre de su vergüenza, al mismo tiempo que resultaba evidente que Dios ya le había perdonado. Por ello, la absolución episcopal sobre su cabeza no haría más que corroborar aquel perdón. Y Teodomiro, ante la emoción general, alzó la mano y pronunció las palabras del rito sacramental: Ego te absolvo a peccatis tuis....
Cfr. G. Torrente Ballester, Compostela y su ángel