6 de octubre del 2013
Hab 1,2-3; 2,2-4 / Sal 94 / 2 Tim 1,6-8.13-14 / Lc 17,5-10.
En todas las etapas de la Historia, y en nuestro mundo sucede también, que el hombre cuando ve lo que sucedió en tiempos de Habacuc: “asaltos y violencias; rebeliones y desórdenes”, se pregunta: ¿Si Dios es bueno por qué permite que sucedan estas cosas? Parece que la conclusión lógica fuera, o que El no es bueno o, peor aun, que no existe.
Antes de continuar hermanos, diremos que la fe es una gracia que no la tenemos ni por herencia ni por la sola imitación; no soy creyente en automático sino por una revelación en el interior del alma, como lo decía nuestro mismo Salvador a Pedro cuando aquel apóstol supo quién era Jesucristo. Dios infunde la fe y su gracia se adelanta y nos ayuda junto con el auxilio del Espíritu Santo que mueve el corazón y lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos aceptar y creer la verdad. (D.V.5) Pero creer es también un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por El reveladas.
Según el gran Doctor Santo Tomás de Aquino, la fe es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia.
He sabido que en Japón el número de cristianos comparado con su población es microscópico, pero en la mayoría de los hogares se tiene la Biblia como una obra de literatura. ¡Qué diferente cuando se lee como Palabra de Dios! Sólo la fe hace la diferencia.
Hoy nos encontramos con una súplica de los apóstoles al Señor: “Auméntanos la fe”. Si andaban con El es que le creían, pero comprenden que esa fe incipiente puede acrecentarse. Ustedes y yo hermanos, leemos, creemos, oramos, procuramos servir con espíritu sobrenatural porque tenemos fe pero sabemos que podríamos aumentarla mucho. Cuando la pedimos se nos dará porque El sabe que nos conviene.
S. Agustín dice que la fe nos conduce como una escalera al conocimiento; y el conocimiento es el premio de la fe. Conocer es tener trato íntimo; creemos en El, lo conocemos y lo tratamos más.
Esa virtud teologal nos proporciona cuatro bienes:
I. Nos unimos a Dios y le agradamos, para nuestro beneficio no para el suyo.
II. Se inicia en nosotros la vida eterna que consiste en conocerlo ahora a Él; y verlo como es Él después.
III. Dirige e ilumina la vida presente.
IV. Por la fe vencemos las tentaciones y la vida adquiere un nuevo sentido.
Si has dicho diez veces aquella súplica de los apóstoles haces bien, pero dila cien veces, dila mil veces; dila como jaculatoria miles de veces y ya vas asegurando que nunca pase de ti. Sea también dicha en plural por los componentes de tu familia o de tu ambiente; dila por tu ciudad y tu nación, dila por el mundo que necesita ese don. El mundo se ilumina volviéndose más humano.
¡Si tuvieran fe, dice El Señor, le podrían decir a un árbol frondoso: arráncate de raíz y plántate en el mar! ¡Sucede que todos tenemos árboles bastante enraizados que hay que arrancar! Aquella amistad peligrosa que nos cae bien pero nos hace mal; aquel vicio, afición, pasión desordenada, aquellas caídas tan amargas por ser acciones más concientemente cometidas: aquel egoísmo en la vida conyugal; aquel mal humor que echó a perder la fiesta a la que asistimos en familia y dejó un mal sabor en los parientes.
Hay una fe viva pero también una fe muerta, cuando no tiene obras; y otra fe inútil e inservible, la de los demonios; creen pero de nada les sirve. Hay otra fe adormilada que es preludio de tibieza -un mal espiritual que daña- y también una fe firme e inconmovible porque se alimenta de la oración, la caridad generosa, el cuidado de ponerle el aceite de nuestra constancia a esa lámpara que es preciosa por ser un regalo de Dios.
Nuestro Señor es enemigo de enfadarse, pero en los Evangelios aparece que cuando los apóstoles impedían a los niños que se acercaran; cuando les faltaba fe en medio de la tempestad yendo El mismo en la barca; y cuando, ya resucitado, llamó a los discípulos de Emaús “necios y tardos para creer”, -Él reconviene, reclama y recuerda a los suyos que deberían tener una confianza que Él mismo les había dado.
La Virgen Santísima es el modelo perfecto de fe oscura; de confianza absoluta que la llevó a la búsqueda de qué le pedía Dios; la aceptación de los planes divinos, la congruencia de vida y la perseverancia hasta el calvario y Pentecostés. Ella interceda para alcanzarnos la gracia de profundizarla con la meditación de la Escritura y la súplica humilde, aumentarla con la oración y los Sacramentos y además compartirla.
Alabado sea Jesucristo
Mons. Juan José Hinojosa Vela