30 de Junio del 2013
1Re 19,16b. 19-21 / Sal 15 /Gál 4,31-5,1.13-18 / Lc 9,51-62
Toda vocación cristiana es una oportunidad para servir libremente.
Muchas veces se nos presenta la oportunidad de escuchar o de decir frases como esta: -“a sus órdenes”; “para servirlos”, o “su seguro servidor” al terminar de hablar o en el último renglón de una carta. Cuando las decimos o escribimos pensemos que se trata de algo muy serio, tanto que si mentimos nos exponemos a lo que dice S. Juan (Apoc. 21,28.): -“Los mentirosos no entrarán al Reino de Dios”, y la lectura 2ª de hoy nos dice el Apóstol que nos sirvamos unos a otros por amor. Conserven ustedes su libertad; dejen toda esclavitud. La libertad para nosotros, creyentes en Cristo, no es sólo la facultad de elegir entre un bien y un mal, sino sólo entre dos bienes; de otro modo como si fuera inútil su obra en nosotros. Quien no es capaz de hacer un servicio eficaz al prójimo difícilmente se puede decir de él que es humano, mucho menos cristiano.
Todas las vocaciones suponen una llamada libre de parte del único que llama, Dios: y una respuesta libre del que es invitado por Él. Tanto en la 1ª lectura como en el Evangelio vemos que Dios llama a un hombre, Eliseo, por medio de Elías, y a unos hombres directamente por Jesucristo; en el primer caso el llamado obedece respondiendo a quien lo llama, y en el otro se ve la proposición exigente del Señor ante las objeciones de los que fueron llamados pero ponían condiciones. Sus nombres los ignoramos porque cuando alguien le pone condiciones a Dios pasa al anonimato y al olvido. Si el Señor llama es don, predilección y privilegio. Cuando Él llama, no atender a su voz, no es sólo descortesía sino ingratitud grave.
Aquel hecho se dio en el viaje que N. S. y sus discípulos hacían a Jerusalén y, para acortar, tuvieron que pasar por Samaria en donde la mayoría pensaban distinto a los judíos, que los consideraban cismáticos. Ahí no les dieron alojamiento y el Señor sencillamente se retiró a otra aldea para pernoctar entre gente más benévola. Ahí se presentaron tres hombres, dos de ellos querían seguirlo, y otro fue invitado por el Señor. De aquellos candidatos a discípulos, el primero, según S. Mt., era un escriba. El hombre quiere ir pero N. S. le advierte diciéndole que sí irá, pero las condiciones de vida serán de austeridad, incomodidades y estrecheces; en el segundo caso es El Señor quien habla y las condiciones las pone el mismo llamado; -“Déjame primero enterrar a mi padre”; -no es que su padre estuviera enfermo, ni menos muerto; de otro modo no andaría en esa peregrinación con Jesús, pero retardar la respuesta supone que aquel hombre no tiene una idea de que cuando Dios llama cuida de los que dejamos y El se encargará; la respuesta de N. S. nos parece dura pero si un padre comprende la vocación de su hijo apoyándola estará “vivo”, de otro modo como si no viviera, o muriera, por no entender el plan de Quien llama.
El último caso nos enseña el Evangelio que Dios lo pide todo: afectos, sueños, planes y proyectos; ¿por qué sino porque cuando llama se dá por entero y, además de asegurar la felicidad temporal y eterna del llamado, también resultan beneficiados todos aquellos a quienes por amor a Dios se renunció?.
La llamada hecha por N. S. a cada uno ya sabemos que es la vocación universal a la santidad para llegar al gozo eterno de la gloria prometida, pero también existe la vocación específica y en la Iglesia sólo hay dos posibilidades: o el matrimonio o la virginidad. Es uno el camino, Cristo, pero con dos posibilidades: -o seguirlo como consorte que es de la Iglesia y por eso modelo acabado de los esposos, o como el hombre virgen, el consagrado, entregado y libre, que ofrece su ser integro a Dios ya que virginidad no es sólo una realidad biológica sino afectiva y mental, o intelectual-volitiva, que toca el ser de la persona misma; en otras palabras no existe una vocación hecha por Dios en que no se respeten las leyes natural y evangélica; cuando el hombre sigue los dictados de la razón iluminada por la fe inicia un itinerario que asegura su mayor bien actual y futuro.
Alabado sea Jesucristo que continúa llamando.
Mons. Juan José Hinojosa Vela