25 de agosto del 2013
Is 66,18-21 / Sal 116 / Heb 12,5-7.11-13 / Lc 13,22-30.
“Más te ama el que te corrige de faltas que sí tienes; que quien te alaba por cualidades que no tienes”. -Salomón.- Dios nos muestra más amor cuando permite pruebas que nos hacen llorar que cuando nos hace reír; porque el reír nos produce un gozo pasajero, pero el dolor nos madura haciéndonos fuertes para los momentos difíciles. Corregir a los hijos cuando hierran es propio de padres que los aman; no aconsejar, advertir del peligro de infringir la moral; dejar pasar errores de conducta y admitir que los hijos mientan, pierdan tiempo, desobedezcan o se emborrachen, y quedarse impávidos los papás, se parecieran al que ve incendiarse la casa y no dá la alarma a quienes están dentro.
No cabe duda que corregir cuesta a los padres, pero cuestan más lágrimas las consecuencias. De parte de los hijos dejarse corregir es en realidad querer su mayor bien, y aprovechar el tiempo en el estudio es mirar el futuro con optimismo y merecer el pan de nuestra mesa, porque para un niño, adolescente o joven, ordinariamente lo que se le pide es que estudie, haga deportes, trabaje en proporción a su tiempo libre y conviva con su familia y amigos en buen plan. La juventud es bella si se aprovecha bien, pero cuando se pierden las oportunidades se escapa un tesoro difícilmente recuperable. Dice la carta a los Hebreos que leemos hoy: -“ninguna corrección causa alegría, sino tristeza; pero después produce en los que la recibieron frutos de paz y santidad”-.
Cuando adolescentes, aquellas jovencitas se quejaban entre sí de que su mamá les exigía mucho el estudio y ayudar en las labores del hogar; estudiar la carrera para sacar una profesión o ser capaces de formar una familia; pocas salidas, contadas desveladas; gastos muy medidos y vacaciones sólo si se las merecían, y ahora, que ven de lejos aquellos años, agradecen la educación que recibieron de sus padres. A un joven no le agradó nada que sus padres lo castigaran la 3ª vez que llegó tarde, en una madrugada de un invierno, dejándolo en la cochera hasta una hora después de su regreso, porque las 2 veces anteriores le advirtieron el posible castigo y siempre desobedecía llegando tarde. Ahora, ya grande, agradece la paciencia que le tuvieron al dejarle pasar 2 fallas y haberlo corregido a la 3ª, así maduró y aprendió la lección.
Quizá la obra más meritoria de cuantas encomienda el Señor al hombre es educar un niño; es como el arte de las artes. Se habla del “arte de la guerra” para justificar la astucia unida a la ambición de poder; se habla de “sala de arte” para justificar cine o teatro pornográfico; se habla del “arte culinario” para atraer clientela al restaurant, pero -más que ganar guerras; divertirse perdiendo el tiempo, o comer sólo lo más sabroso que se ofrece por ahí-, la empresa más meritoria es elevar todas las facultades de un hijo, es decir educarlo bien. Todo esto supone esfuerzo continuo unido a un testimonio congruente de vida.
Precisamente el Ev. de hoy nos muestra a Nuestro Señor camino a Jerusalem y durante ese trayecto alguien le pregunta lo que ha inquietado a tanta gente bien intencionada: ¿es verdad que son pocos los que se salvan? La respuesta no podía ser más precisa: “Esfuércense por entrar por la puerta que es angosta”. Si contesta El Señor que sí son pocos, nos desanima y si contesta que son muchos nos despreocupa. Habla de dos puertas, una angosta, pero con posibilidad de entrar por ella, y otra que ahí está pero permanece cerrada. La primera ya está abierta pero hay que hacerse pequeño, como el que no se cree mucho, el humilde, el último, el niño; así sí cabe por ahí. La segunda está cerrada mientras muchos tratarán de entrar y no podrán.
Hermanos ¿por qué El Señor dice que NO LOS CONOCE? Es que, quienes llaman a su puerta se acusan a sí mismos de no hacer nada malo pero tampoco nada bueno; y dicen: “hemos comido, bebido y escuchado tu palabra”; y nos preguntamos, pero ¿no es algo muy bueno todo eso? El ideal querido por Jesucristo es otro; como si dijera: Haces mal sólo con comer sin compartir; haces mal al beber sin participar al sediento y haces mal al escuchar la Palabra sin evangelizar a tus hermanos hambrientos y sedientos de la fe y la gracia. ¡Repite que no sabe quiénes son como si a El algo se le olvidara! Luego concluye hablando de llanto y desesperación. El pobre hombre, más pobre cuando más despistado, se da cuenta de lo fácil que hubiera sido sentarse a la mesa en el Reino, sólo habría bastado interesarse más en el prójimo, por eso, preguntémonos ¿en qué obras misionales o sociales participo? ¿A quiénes he invitado a una buena conferencia, a un Retiro que le ayude a aumentar su fe; a quién regalé un buen libro? ¿Con cuántos comparto lo que recibo de sueldo o de cualquier ingreso que se me dio para administrar? ¿A quiénes he invitado a comulgar, a recibir un Sacramento, a visitar unos enfermos? Todos sabemos que cualquier obra buena tiene recompensas extraordinarias pero también satisfacciones inmediatas. ¿Te has fijado en la cara de un niño cuando le das un obsequio?; esa mirada, ese semblante distensionado, esa cara de agradecimiento no podemos compararlo con ninguna otra cosa; ahí se refleja Dios, esa es una satisfacción inmediata, pero como es Jesús quien recibe aquel regalo la recompensa mayor la dará el mismo Señor agradecido.
Alabado sea Jesucristo
Mons. Juan José Hinojosa Vela