Mientras la transfusión se hacía, él estaba acostado en una cama al lado de su hermana muy sonriente, mientras nosotros los asistíamos y veíamos regresar el color a las mejillas de la niña. De pronto el pequeño se puso pálido y su sonrisa desapareció.
Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: “A qué hora empezaré a morir?”
No había comprendido al doctor: pensaba que tendría que darle toda su sangre a su hermana. Y aun así había aceptado.