17 de marzo de 2013
Is 43, 16-21 / Sal 125 / Flp 3, 8-14 / Jn 8,1-11.
El domingo anterior escuchamos la parábola de la misericordia; pero aquello fué una semejanza para ilustrar a quienes la oyéramos; eran comparaciones y ejemplos con las que nos encontramos todos los días. Hoy, hermanos, con el Ev. de la mujer sorprendida en adulterio, estamos ante hechos reales, con personas que tienen un nombre, una historia y algún día darán cuenta de sus obras. Había ido el Señor, la noche anterior, al huerto de los olivos; ahí pasó la noche, retirado del ruido y preparándose para empezar desde temprano su actividad evangelizadora en el templo. Todo lo que dice, y todo lo que hace; palabras, silencios, actitudes, milagros y gestos, tienen la misma finalidad: comunicar un mensaje, hablar de su Padre, del Reino; acercarse a cada hombre; curar las heridas que deja el pecado; cicatrizar sus huellas; animar para que cada uno tenga valor para “vivir o para morir”.
-“Maestro”, le dicen; título que le daban los discípulos con respeto, pero que en los fariseos tiene un acento de adulación mal intencionada. Saben que Jesús trata con los pecadores, come con ellos, los quiere acercar a Dios y logra lo que ellos, los enemigos, nunca han podido. Sienten una envidia que no ocultan y menos ante Él. La pobre mujer quizá temblaba de vergüenza y de temor. Argumentaban que Moisés prescribió lapidarlas, y era cierto. En Lev. 20,10 dice: -“El hombre que cometa adulterio con la mujer de su prójimo, ambos serán irremisiblemente muertos”; y en Deut. 22,22 se habla de que “si un casado, toma como suya a una también casada o desposada, ambos serán sacados de la ciudad y apedreados”.-
Ahora, los enemigos de Jesús, no la sacaron de la ciudad sino la introdujeron en medio de la muchedumbre del pueblo. Quieren ser los acusadores y ejecutores de la muerte pero el juicio lo dejan a Jesús. Metámonos en la escena; veamos las caras, los gestos de unos y otros; en unos se da sorpresa, pena y lágrimas; en otros coraje, y odio reconcentrado. Los fariseos no disimulan su presión para que Jesús declare, de una u otra forma, la culpabilidad de la mujer que, azorada, quisiera escapar pero no sabe cómo hacerlo. Pero el Señor no dijo nada: venia del silencio del huerto, y ahora se agacha en silencio, escribe en el polvo del suelo en silencio, y espera en silencio. Pero los que tienen mucho ruido en su interior quieren, casi exigen, una respuesta.
¿Y qué escribió el Señor, hermanos? Un antiguo manuscrito armenio habla de que Juan, que ahí estaba y después él narró los hechos, usó una palabra que significa no sólo “escribió”, sino “escribió en contra”. Como no escribió nada incoherente ni sólo hacia signos sin significado, se dice que escribió los pecados -inconfesables- de ellos; y Él, Jesús, se enderezó, les hizo una pregunta directa para todos y dijo sin mirarle la cara fijamente a ninguno: -“El que no tenga pecados que le arroje la primera piedra”, y volvió a inclinarse hasta el suelo para seguir escribiendo; ¿qué será ahora? Continuar la lista que ciertamente estaba en la memoria de cada acusado y más en el acusador que parece decir a cada uno: “si tienes tantas miserias compadécete de las debilidades ajenas”.-
Nuestro Señor no aprueba ningún pecado, pero ama al pecador. No aprueba las miradas y deseos impuros menos las acciones, pero invita con suavidad y con la fuerza del amor a la conversión porque el pecado siempre mata la vida del alma pero también daña el cuerpo. La respuesta de Jesucristo fué como una pedrada, no en los cuerpos de los acusadores, sino más allá; no los tocó siquiera, pero cuánto bien les hizo en sus corazones. Se fueron yendo los más viejos primero -como quienes tenían más deudas que pagar- porque una vida inmoral acumula más peligros, como méritos acumula una larga vida honesta. En medio de la escena, y mientras se alejaban quienes madrugaron para avergonzar a la mujer y a Jesucristo, se hizo el silencio, ese silencio respetuoso cuando el pueblo vive grandes emociones. ¡Quienes rodeaban al Señor jamás imaginaron tanta bondad!
Flotó en el ambiente una pregunta: ¿Mujer, dónde están tus acusadores; nadie te ha condenado? Jesucristo mira la historia de aquella mujer, y la tuya y la mía; nos ama como somos pero nos quiere como todavía no somos. Respecto al pasado del que estamos avergonzados dice: “No te condeno”; -pero como mira el futuro de cada redimido y desea sobre todo el bien total, agrega- “no vuelvas a pecar”. En aquellas palabras nacidas del corazón de Dios había, y hay ahora cuantas veces Jesús absuelve por ministerio del Sacerdote en la Reconciliación, comprensión, respeto hacia el que ha pecado, y delicadeza.
Seguramente la vida de aquella mujer se iluminó porque el perdón le devolvió la ilusión de vivir y la esperanza. En el ambiente del pueblo que vio y escuchó todo como los apóstoles, se esparció la admiración, la serenidad y la alegría porque la mañana se hizo más luminosa, todo alrededor se volvió más bello porque vieron en Jesús a un hermano dulce y misericordioso; el Espíritu Santo se cernía, porque cuando alguien vuelve al buen camino la creación se renueva, y en el cielo el Padre celestial y sus ángeles colman su gozo porque una persona, devuelta a su dignidad perdida, ha comprendido que sólo la paz del alma conduce a la felicidad.
Escuchemos a Jesús y por Él a su Padre.
Mons. Juan José Hinojosa Vela