10 de marzo de 2013
Jos 5,9a.10-12 / Sal 33 / 2Cor 5,17-21 / Lc 15,1-3.11-32.
Cuando Nuestro Señor -en medio de cobradores de impuestos y pecadores- contó por primera vez la parábola del hijo pródigo, descubrió ante todos, y aun ante sus críticos, una faceta nueva y más brillante de su bondad. Sus enemigos, con un calificativo bastante descortés, dijeron: “Este, recibe a los pecadores y come con ellos”. Recibir a alguien a nuestra conversación o a nuestra casa es educación; pero comer con ellos es compañerismo, amistad y confianza. Nos encontramos, hermanos, ante la más hermosa de todas las parábolas de la Escritura y de la que hemos de quedar para siempre agradecidos porque se revela Jesucristo como misericordioso, comprensivo, delicado ante la llaga del hombre que ha pecado, al que se acerca para curarlo.
Todo padre bueno advierte al hijo que se va sobre los peligros posibles; que cuide su vida, sus bienes, su tiempo… que la vida es hermosa pero que no la abaratemos porque sería caer en una trampa. Pero aquel muchacho, como tantos, se aburría de vivir en la casa paterna; tener que volver a cierta hora; no aceptaba frenos, se le recomendaba moderación en la bebida y no quería trabas; ni sujetarse a normas de estudio, educación, aprovechamiento de las oportunidades, cosa que su padre -porque desea su bien- no le permite.
El joven de la parábola era rico, bien vestido, con dinero de sobra, y sólo en un país lejano… Pinta Jesucristo la distancia enorme entre su Padre Dios y el pecado, es una distancia sin medida, porque el pecado, además de ofender la bondad del Padre, bloquea la posibilidad del encuentro porque rompe las relaciones que antes existían. Todo esfuerzo por salir de ahí parece inútil y la amenaza mayor es el desaliento. Para los que escuchaban, judíos en su mayoría, un país donde había cerdos era un pueblo pagano. Después del derroche del dinero, de la salud y del tiempo, viene el despertar a una realidad que nada tiene de atractiva. Él, antes satisfecho, comenzó a tener hambre y, lo más humillante para un hebreo, era pedir limosna, rebajarse a cualquier oficio y aceptar el cuidado de unos cerdos. Ahí en el chiquero, -después de darse cuenta de que aun la comida propia de esos animales a él se le niega- y, sólo por no morir de hambre, más que por amor al Padre, pensó, reflexionó, hizo su examen de conciencia. Ahí, en ese estado de soledad, desaliento y hambre, se dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi Padre, tienen pan de sobra… y yo aquí me muero de hambre;… me levantaré, volveré y le diré: “he pecado; no merezco tu casa, menos tu amor; tenme como un trabajador más, únicamente eso”!.
Jesucristo describe la biografía de cuantos se convierten. En la parábola está la descripción de quien recapacita, entra dentro de sí, porque ha pecado; se da cuenta de su mal, quiere regresar humildemente a la casa del buen padre. Precisamente esa idea lo anima: MI PADRE ES BUENO, yo no. Cuando a duras penas, aquel joven, empobrecido en todos los órdenes, porque el pecado deteriora aún los cuerpos más lozanos, el padre lo divisa; corre a su encuentro; no le reclama, no lo rechaza, no le pregunta nada humillante ni le echa en cara su conducta; simplemente lo abraza cubriéndolo de cariño -como si el hijo le hiciera un favor al Padre y no al revés- y, sin escuchar las palabras que el pródigo ensayó durante su largo camino, empieza emocionado a dar órdenes para que lo vistan de la túnica mejor, le pongan sandalias, viene descalzo, y le pongan el anillo, símbolo de fidelidad y partícipe de la armonía familiar.
Viéndolo bien y con la perspectiva con que la enseñó Jesucristo, hay primero una AMISTAD que, no por falta de amor del padre, se había roto. Una túnica que cubre cuerpo y alma dándole dignidad a la persona; unas sandalias porque sin palabras, pero con hechos, da a entender que aquel hijo es el MISMO DE AYER, no criado, ni jornalero, ni menos esclavo que iban descalzos; y además el ANILLO que aquel padre bueno confirma con el recibimiento y la fiesta en la que quiere que participen todos. Lo que al Padre del cielo le interesa, le alegra y emociona, es que su hijo regresó.
Llevamos varias semanas de Cuaresma, el Apóstol en la lectura de hoy invita a la reconciliación; una llamada de Dios al corazón del hombre; no lo dejemos para después; hagamos un propósito, y ¿Por qué no hoy? Cuando N. S. contó la parábola -la que ha transformado tantas vidas- seguramente los que la oyeron pensaron ¡Si así es Dios Padre! ¿Por qué retrasar el encuentro con Él? De seguro en cuanto terminó Jesucristo de hablar se hizo un gran silencio y todos sintieron que sus corazones latían más fuerte; una aurora de esperanza se abría delante de ellos, y se despertó una necesidad de abrazar a alguien muy querido, y más de una persona de los oyentes percibieron que cada uno tenía un brillo especial en sus ojos
Jesús, hijo pródigo, que derrochas tus bienes
por nosotros, concédenos ser muy agradecidos.
Mons. Juan José Hinojosa Vela