18 de Agosto del 2013
Jer 38,4-6. 8-10 / Sal 39 / Heb 12, 1-4 / Lc 12, 49-53.
Todos sabemos por la experiencia personal, por la observación de los acontecimientos y por el sentido común que todo hombre, siempre y a todas horas; de cualquier pueblo, credo o ideología, busca la felicidad sin poder olvidarlo jamás. El hombre para eso ha sido creado. Si alguien renunciara o ignorara esa realidad nos parecería anormal o locura; pero esa felicidad, relativa si se quiere, aunque aquí en la tierra sea por eso mismo transitoria y pequeña, se da cuando nos hallamos en paz con nosotros mismos, en armonía con nuestros seres queridos y con Dios. Nuestro Divino Salvador fue anunciado como Príncipe de la paz; en su nacimiento los ángeles, de parte de Dios entonaron el primer gloria de la historia con un augurio de paz para los hombres amados del Señor. Y prácticamente en todos los discursos, parábolas y alegorías, N. Señor alabó la paz, la llevaba dentro, la comunicaba a los cuatro vientos, la suscitaba en quienes lo seguían o escuchaban, pero hoy nos sorprende el Ev. al decirnos que no viene a traer la paz sino la guerra, la división. Recordamos que en la presentación del Señor, a los 40 días de nacido, se escucharon aquellas palabras enigmáticas y seguramente dolorosas para La Sma. Virgen y S. José. En el Templo aquellas tres palabras ensombrecieron sus rostros: -¡Signo de contradicción!
Al iniciar el Ev. de hoy con las palabras de “he venido a traer fuego a la tierra… y cuánto desearía que estuviera ardiendo”, ¿a qué fuego y a qué tierra se refiere el Señor sino a su Amor sin medida por nosotros, y la tierra como el corazón de cada hombre que lo sigue? ¿Qué responder ante quien dice: -“Tengo que recibir un bautismo, -tengo que ser sumergido en el abatimiento de la pasión; -Y cómo me angustio mientras llega?” El amor le pone alas a los pies, y marcha hacia Jerusalem donde se encontrará con la contradicción y la cruz; la agonía y la muerte. Lo sabía y claramente lo dice a los suyos de entonces y los suyos de hoy. La 2ª lectura de la carta a los Hebreos nos señala el rumbo para no errar en el camino: -¡Primero dejemos todo lo que nos estorba! Decían los antiguos y es de lógica elemental que para que un vaso sea llenado tiene primero que estar vacío; si ya tenía algo hay estorbos para quedar lleno en su capacidad. Y agrega: -Dejemos todo lo que nos ata, LIBREMONOS DEL PECADO. Aún los pecados leves, hermanos, cuánto dañan al alma. Cuando amamos y obsequiamos a alguien cuidamos que el regalo, con el que mostramos el afecto, no sea sólo proporcionado a nuestra gratitud por el bien recibido sino que ese regalo vaya bien envuelto, quizá con un moño, con una tarjeta en la que cuidamos lo que decimos, que haya sinceridad, reconocimiento y amor e incluso cuidamos hasta el detalle de la letra. Si amamos a Jesucristo, si le ofrecemos el día, las obras, la Misa, hagámoslo cuidando lo esencial pero también lo aparentemente secundario… así es el amor. Ve razones que sólo entiende quien ama.
Se trata de dejar el pecado; desasirnos de estorbos, y correr con perseverancia la carrera que tenemos por delante. (¿Qué es la vida sino un camino, una lucha, un reto, una oportunidad?) pero MIRANDO A JESUS, autor y consumador de nuestra fe. El, porque aceptó la cruz está sentado ahora a la derecha del Padre.
El autor sagrado agrega: “MEDITEN” y, ¿qué es meditar hermanos, sino la aplicación de la mente a una verdad?. Puede ser un pasaje del Ev.; un trozo de un Salmo; una fórmula litúrgica; un artículo del Credo, etc., etc. con el objeto de obtener provecho espiritual. Aquí concretamente se nos dice que meditemos el ejemplo de nuestro modelo Jesucristo; y agrega dos verbos más: ni cansarse en el camino ya iniciado, ni perder el ánimo. Es de muchos iniciar, e incluso avanzar un poco, pero perseverar es de poquísimos; y en esa perseverancia jamás perder el entusiasmo que es propio de los más generosos; y concluye con unas palabras que animan y desaniman a la vez. “-Todavía no han llegado a derramar su sangre en su lucha contra el pecado”-; es decir por conservar la gracia hasta ese límite nos invita El Espíritu Santo a llegar.
Nuestra lucha diaria no siempre es contra pecados gravísimos; la mayoría de las acciones que realizamos son buenas, y otras, -la conciencia lo dice-; no son del agrado de Dios. Cuidar las cosas pequeñas: puntualidad, cortesía, pulcritud, optimismo; saber sobrellevar los imprevistos; un cambio de planes; una persona inoportuna; una contrariedad en el trabajo diario, se convierten en ocasiones irrepetibles cada día para ofrecer todos esos pequeños vencimientos que se convertirán en méritos para acercarnos a Aquel en quien hemos de fijar siempre la mirada de los ojos, de la mente y del corazón, Jesucristo N. Señor.
¡Padre, danos sed de ser mejores!
Mons. Juan José Hinojosa Vela