12 de Mayo del 2013
Hch 1, 1-11 / Sal 46 / Heb9, 24-48; 10,19-23 / Lc 24, 46-53.
Hay un lugar, cercano a Jerusalén, llamado el Monte Olivete, que se inunda de alegría desde la víspera de esta fiesta. Hoy es propiedad de musulmanes y para que los cristianos entren tienen que pagar para orar ahí un rato o para celebrar Misa. Es un edificio no grande, coronado por la media luna, y en la Ascensión de Nuestro Señor, en el atrio celebran griegos, armenios, coptos y latinos. Se mezclan la fe, la alegría y el folklor. Sólo una cosa los une a todos. Todo mundo mira hacia el firmamento; de aquí se alejó definitivamente Nuestro Señor al cielo; aquí terminó su vida terrena. Hubo, a través del tiempo, templos que fueron destruidos y vueltos a edificar, -hasta hubo una gran basílica en el S. IV, -lo cuenta S. Jerónimo, que estuvo ahí; - que tenía abierto el domo para que los peregrinos en sus plegarias, contemplaran el cielo, por el que Jesús ascendió y se les ocultó a los apóstoles porque una nube lo cubrió. Han cambiado muchas veces paredes, columnas, y altura o materiales de aquel edificio sagrado, pero el lugar, la colina y el cielo azul son los mismos.
Antes de su ascensión les dio sus instrucciones y, las palabras con que los animaba eran: -“No se alejen de Jerusalén; permanezcan en oración; -después supimos que perseveraron 9 días orando, y al décimo día se cumplió lo prometido; -“Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre; ustedes serán bautizados con El Espíritu Santo; los llenará de fortaleza y serán mis testigos, ahora y después; aquí y en el mundo entero”.
Las pretensiones de los apóstoles eran quizá de corto vuelo; hasta pensaban todavía muy terrenalmente, pues le hablan de que si ya va a restablecer la soberanía de Israel. Tenían una mirada bastante pobre de su propia misión. Sólo entendieron; -como Él ya lo había anunciado- hasta que vino el Espíritu Santo. Entonces tuvieron arrojo y sus corazones se abrieron para abrazar al mismo universo. Jesús los impulsa a una misión perennemente actual; ser sus testigos hasta los últimos rincones de una tierra que era entonces enormemente grande. El Evangelio de hoy dice que los bendijo al irse elevando. ¿Y qué va a hacer hoy sino continuar lo que hizo los tres años anteriores, bendecir y animar al trabajo?
Hermanos, más que “irse” de un lugar y hacia un espacio diferente; se trata más bien de separarse de ellos sensiblemente para que de ahora en adelante vivan de la sola fe. Durante 3 años lo miraron, lo escucharon, lo palparon. Ha pasado más de un mes en que, en ocasiones aparece y luego desaparece; continúa hablándoles de su Padre, de su Gloria, de los intereses comunes, pero es como un maestro que desea que sus discípulos aprendan, los va disponiendo para que vivan creyendo sin ver. De hecho los ángeles les dijeron, luego de que El desapreció definitivamente: -“varones galileos; Jesús volverá como lo han visto alejarse de ustedes”.-
Todo lo que dice y hace Nuestro Señor es por nuestro provecho; pudo haberse elevado al cielo sin que nadie se enterara; pero ahora era necesario separarse corporalmente de ellos. Ya no lo verán con los ojos de la cara sino con los del alma; ya no lo tocarán con sus manos; ya no escucharán su voz, pero continuará hablándoles interiormente. La fiesta de hoy es hermosa porque es, como la Pascua, para afirmar nuestra esperanza. Si nos preguntamos ¿para qué asciende al cielo? Es, según sus mismas palabras: -“para prepararnos un lugar”.
El apóstol S. Pablo completa la narración de S. Lucas: Pide para los Efesios, no dinero, pan o salud; no casa, vestidos o amigos; no prestigio, seguridades o longevidad, sino espíritu de sabiduría para conocerlo; que nos ilumine para que comprendamos cuál es nuestra esperanza; y cuál la herencia que nos dará Dios. Sentó a su Hijo a su derecha por encima de todo y lo hizo cabeza de la Iglesia.
Conocer quiere decir tener trato y confianza, amistad e intimidad; conocerlo es el inicio de un amor de reciprocidad; es inteligencia práctica y vital del misterio de Dios y de sus planes de salvación; es lo que da valor a las obras del hombre. ¡Qué riqueza, hermanos; qué poder extraordinario desplegado en Cristo su Hijo! El Padre todo lo da al Hijo, y El Hijo todo lo da a la Iglesia, su Esposa; esa Iglesia es cada bautizado, tú y yo; sólo podemos decir que los dones poseídos ya, son inmensos, pero los futuros son todavía mayores.
Alabado sea Jesucristo
Mons. Juan José Hinojosa Vela