-Tienen dotes de adivina -comentaban algunos.
Alguno hizo este comentario:
-¡Qué va! Lo único que hace es ponerle amor y calor a lo que dice.
Eso dicen de Santa Juana de Chantal, y debía ser, además de experiencia de la vida y sentido común, un don del Espíritu Santo. Veía hasta lo más profundo de las almas y le bastaban pocos minutos de conversación para lograrlo.
-Tienen dotes de adivina -comentaban algunos. Alguno hizo este comentario: -¡Qué va! Lo único que hace es ponerle amor y calor a lo que dice.
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Entre los pescadores de las islas polinesias hay un curioso rito denominado te piu o te kaimen (bloqueo de la envidia), consistente en la obligación de arrojar al mar el producto de la pesca siempre que sea uno sólo de los que van en la embarcación el que ha pescado ese día. De esta manera sus compañeros de pesca no sufrirán el zarpazo de la envidia. Si, por el contrario, el pescador agraciado salió solo, no hay inconveniente en que retenga lo que pescó, sin miedo a ser la envidia de los demás.
Resulta que hay una curiosa leyenda japonesa que cuenta lo siguiente: había un piadoso budista que había muerto y fue llevado al Cielo por una diosa (la diosa de la misericordia). Allí vio muchas cosas magníficas. Y también algo incomprensible: sobre una larga mesa había muchas lenguas y muchas orejas humanas. Al estilo de la Divina Comedia de Dante, o de los Sueños de Quevedo, interrogó a la diosa sobre el particular, y ella le dijo:
-Estas son las orejas de aquellos que en la tierra oyeron la palabra de Dios pero no purificaron su corazón; y allí están las lenguas de aquellos que hablaron llenos de piedad y de fe, pero no vivieron de acuerdo con lo que decían. Las orejas y las lenguas de estos hombres están en el Cielo, pero ellos han ido a parar al Infierno. Hubo un santo obispo allá por el siglo XIX, Mons. Mermillod, suizo, que convirtió a no pocos a la fe católica con su predicación sobre la Eucaristía. Contagiaba amor por este Sacramento adorable. Una noche, a las tantas de la madrugada, estaba rezando en su iglesia ante el Santísimo, con la frente pegada al pavimento, cuando notó una sombra cerca de él. Era la de una mujer.
-¿Quién es usted y qué hace aquí? -Monseñor, no se maraville. Soy una mujer protestante que ha seguido sus conferencias sobre la Eucaristía. Sus argumentos sobre la presencia real me han convencido. Pero me quedaba un residuo de duda y temor, y era, sin rebozo lo declaro, el temor de que usted no estuviera convencido de sus propias enseñanzas. El mariscal Potain, artífice de la victoria francesa en Verdún, durante la Primera Guerra Mundial, admirado siempre por su heroísmo, tuvo que sufrir, por la opción que asumió de colaborar con el ejército alemán invasor de Francia en la Segunda Guerra Mundial, un penoso proceso que le acarreó, tras la conmutación de la pena de muerte, el vivir desterrado hasta el final de sus días en la isla de Yeu.
Cuando era coronel, en coincidencia con una época de política antirreligiosa en el país galo, recibió una comunicación de la superioridad en la que se le instaba a facilitar los nombres de los oficiales que, contraviniendo las disposiciones reglamentarias, asistían a Misa de uniforme. La respuesta del coronel Potain fue la siguiente: La anterior anécdota, procedente de un rico acerbo de historias y experiencias tras medio siglo de ejercicio de la medicina, se puede completar con algo que entra ya de lleno en el terreno de la historieta humorística. Un hombre, que jamás había practicado la higiene "de tobillos para abajo", acudió al médico aquejado de dolor en los pies. El galeno, con una breve inspección ocular de la zona, aconsejó al paciente unos baños de pies con agua caliente y frote enérgico con estropajo metálico bien enjabonado: -Verá como se sentirá muy aliviado. El hombre volvió a su casa e hizo que la mujer le prepara los medios curativos que el doctor había dictaminado. Mientras él se dedicaba de lleno a la tarea, ella andaba trajinando por la cocina, hasta que de pronto se oyeron unos gritos jubilosos: -¡María, ven, corre, corre! Acudió la mujer un tanto asustada: -¿Pero qué pasa? -Mira, fíjate: deditos, ¡como en las manos! Puede servir para ilustrar cómo una persona avanza por el camino de una mayor sinceridad hasta aparecer tal cual es, condición indispensable si quiere de verdad recibir una orientación eficaz.
Refieren de la vida del que fue ilustre médico, Eduardo Ortiz de Landázuri, que un día llegó a su consulta -acudían a él muchas personas de condición social humilde y de esto hace mucho tiempo, datos que servirán para entender lo que viene a continuación- una mujer a la que le aquejaban unos dolores en el pie derecho. Don Eduardo invitó a la mujer a que se quitara la media para examinarle ese pie. Notó que ella se quedaba un poco cortada, al tiempo que musitaba: Juana Francisca de Chantal, en la época de viudez en que vivió en el castillo de Monthelón, con su suegro y sus propios hijos, no encontró la verdadera paz para su alma -asaltada a veces por escrúpulos y tentaciones contra la fe-, hasta que conoció al santo Obispo de Ginebra, Francisco de Sales, que comprendió de maravilla las necesidades espirituales de aquella excelente mujer y la ayudó con maestría. Como sus lugares de residencia en aquel entonces distaban muchos kilómetros, la relación entre director espiritual y dirigida era por lo general a través de cartas. Juana Francisca las recibía con extraordinaria ilusión y las leía arrodillada; tanto era el valor que otorgaba a la ayuda que Dios le concedía a través de ese instrumento humano.
El P. Benito Salinieri lo oyó contar a un sacerdote, D. José Musquez, que había conocido muy bien a San José de Calasanz, del que era paisano y de semejante edad. Cuando Calasanz era un niño, allá en su pueblo natal de Peralta de la Sal, salió de casa armado de un cuchillo. Le preguntó adónde iba con aquella arma, y le contestó:
-Quiero matar al Demonio, porque es enemigo de Dios. La anécdota es perfectamente verosímil, porque se parece bastante a aquel arranque de Teresa de Jesús y su hermano Rodrigo escapando de casa, todavía niños, dispuestos a ir a tierras de moros y morir mártires por amor a Cristo. Pasados los años, no le faltaron oportunidades de pelear con mayor denuedo y eficacia contra la acción diabólica. Seguramente se acordaría muchas veces de aquel primer lance de la infancia. También a Santa Catalina de Siena procuró molestar el Demonio con sus insidias. Parece ser que usaba el fuego para intentar quemarla, y ella llamaba al enemigo "Malatasca", porque "tasca" significa bolsa, y así se refería al intento del Maligno de llevarse a las almas en la bolsa infernal. Cuando se producían los ataques, la Santa no se descomponía, y solamente decía irónica: -Malatasca, Malatasca. Cfr. G. Papésogli, Catalina de Siena, Reformadora de la Iglesia |
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