Don Bosco (cfr. Memorias del Oratorio) no apartaba sus ojos de los suyos. La dejó desahogarse. Luego le tomó las manos, se las juntó y, en silencio, le mostró el crucifijo pendiente en la pared...
-¡Tienes razón, Juan! Él padeció más que nosotros... No seríamos impacientes si fuésemos más humildes.
Deshizo el hatillo y continuó en su puesto de madre de la casa hasta el final de sus días.