Cerca de la iglesia del Patronato solía situarse una mendiga para pedir limosna y Don Josemaría se la encontraba habitualmente. Un día se acercó a ella y, como refirió muchos años después, le dijo:
-Hija mía, yo no puedo darte oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para mucha gloria de Dios y bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!
-Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?
Ella le miró sonriente. Estaba gravemente enferma. El sacerdote le indicó que al día siguiente la encomendaría especialmente en la Misa para que se curara. La mendiga respondió:
-Padre, ¿cómo no entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida.
Cfr. J.M. Cejas, José María Somoano