El problema era que no había una moneda en caja, cosa nada rara. Don Bosco se lanzó con audacia a pedir dinero a todo el mundo, empezando por las autoridades. Hizo llegar a miles de personas circulares solicitando apoyo económico. No faltó quien le criticó diciendo que estaba loco, o quien pensó que iba a fracasar estrepitosamente; por ejemplo, un sacerdote compañero suyo hizo esta afirmación:
A los tres años el templo se abrió al culto y el amigo pidió al Santo que le dispensara del compromiso, pero este último, con su habitual buen humor, decidió no dispensarlo y lo llevó a una confitería para que tomara un dulce en forma de perrito.
Las dificultades fueron tremendas. A veces, en momentos de gran apuro aparecía un donativo providencial y se podía seguir adelante. Se palpaba la ayuda de Santa María en aquella empresa. San Juan Bosco narra en sus Memorias del Oratorio muchas sabrosas anécdotas relativas a esta edificación. Una de menor importancia, pero simpática, es que el 16 de noviembre de 1866, fecha en que tenían que abonar una buena cantidad, les llega un paquete certificado. Lo abren con esperanza y encuentra ¡un ladrillo! Entonces, Don Bosco recuerda que tiempo antes recibió una carta de un antiguo compañero en que le planteaba un gravísimo problema personal. El Santo le había dicho que invocara a María Auxiliadora y si se resolvía favorablemente, que le enviara un ladrillo para el templo en agradecimiento.
Todos se lanzan a romper el ladrillo con la ilusión de que contenga algo dentro... pero es que el buen cura había tomado al pie de la letra lo del ladrillo y, efectivamente, enviaba ¡un ladrillo!